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Columna
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Las habas de Londres

Vicente Molina Foix

Londres nos sigue gustando tanto a todos que a veces, cuando pasas unos pocos días en la capital inglesa, puedes llegar a creer que estás en el paraíso sin haber salido de casa. En las puertas del Museo Británico, en muchos de los restaurantes de Bayswater, en la cola formada en Leicester Square ante el quiosco que vende entradas teatrales del día a precio reducido, las voces españolas predominan, incluso sobre las italianas, inconfundibles por el anima berlusconiana que uno cree detectar con frecuencia. Yo viví en Inglaterra una buena parte de mi vida, y siempre vuelvo al país como el viajero ávido de confirmar sus buenos recuerdos. Mi romanticismo londinense se fue atenuando sin embargo a lo largo de la estancia. Me habían dicho mis amigos de allí que ahora, con los avatares financieros del mundo y la fortaleza del euro, Londres era un lugar barato para nosotros, y no es así en absoluto. El metro sigue teniendo precios de taxi madrileño, y del taxi londinense no puedo hablarles, porque está fuera del alcance de mi bolsillo; el trayecto del aeropuerto al centro, lo pregunté por curiosidad malsana al portero de mi hotel, no baja de los 120 euros, y eso en horas de poco tráfico. No me molestó gastar en el teatro, que puede costarte, si la obra tiene tirón y está por ello fuera del circuito de las ofertas, 50 euros la butaca de primer piso. Ian McKellen haciendo con otros tres grandes actores Esperando a Godot lo valía.

La ciudad le copia a Madrid su prurito destripador, que otros llaman obras públicas

Pero no es el dinero lo que me escandaliza o me entristece de Londres. La ciudad le está copiando a Madrid su prurito destripador, que otros llaman obras públicas. De repente cruzabas Piccadilly Circus y te parecía estar en la gincana de la calle de Serrano, sorteando con peligro de muerte esos andadores metálicos que hay en lugar de aceras. Y algo aún peor, que no tiene remedio. El apetito inmobiliario está tragándose algunas de las zonas más nobles del centro; por ejemplo, la conjunción de Shaftesbury Avenue y New Oxford Street, y su colmena de nuevas oficinas con sus ventanas pintadas como puertas. Otro ejemplo aún más sangrante: la construcción, a punto de finalizar, de un chirriante bloque de esquina en Leicester Square, una plaza que, sin tener belleza (sólo la tiene la silueta déco en mármol negro del Odeon Cinema) ni espíritu de ningún tiempo preciso, ha conservado una armonía y una cosyness encantadoras. Algunos se quejan de la violación del skyline del East End desde el punto de vista que mejor lo encuadra, el puente de Waterloo. Es cierto que cada vez hay más rascacielos en liza con la cúpula y las torres de la catedral de San Pablo. Pero no son invasores, al menos desde la lejanía fluvial, y destaca entre ellos además el gerkhin de Foster, su pepinillo primordial, que, haciendo honor al dicho sobre esa planta cucurbitácea, sir Norman no deja de repetir por doquier.

Otra pérdida sentimental tiene que ver con la música. Yo tenía a Londres como una de las tres ciudades mejor orquestadas del mundo, junto a Praga, donde ver por las calles a los instrumentistas cargando con sus fundas de violín o clarinete camino del auditorio o el conservatorio es ya un espectáculo, y Benarés, que llena las estrechas calles de la parte vieja con el sonido de tablas y sitares. Londres también era así, en su gran dimensión, y aún celebra numerosos conciertos y mantiene en permanente funcionamiento sus dos teatros de ópera, Covent Garden y el Coliseum. Pero ni siquiera Londres, de la que los románticos esperábamos algo más valeroso, ha resistido la crisis de la industria discográfica, que conlleva la desaparición de las tiendas de discos. Pocos placeres había para mí comparables a ir a un teatro del West End a las siete, tomar un supper chino a la salida y pasar una hora rebuscando grabaciones en la extensa y maravillosa sección de música clásica de Tower, abierta hasta las doce de la noche. Tower cerró el año pasado, como han cerrado las excelentes tiendas del Music Discount Centre, y al buscador ambicioso sólo le queda ahora el His Master?s Voice de Oxford Street, con su acogedora planta sótano. ¿Hasta cuándo? Tampoco era muy prometedor pasearse por la inmensa y muy bien ordenada macro-librería Waterstone?s, en Piccadilly, y verla desierta. Y no hablemos de las pequeñas; según leí en The Times, cada semana cierran en Gran Bretaña tres librerías independientes. Sólo los anticuarios del libro y la segunda mano subsisten con aparente buena salud en torno a Charing Cross Road.

Acabo esta elegía sobre los desaguisados que afectan a un lugar que creíamos inexpugnable con una nota de alivio. En la ciudad donde la especulación y el nuevo feísmo arquitectónico nos enseñan el peor rostro del capitalismo, hay al menos una catarsis. La obra de mayor éxito en estos momentos es Enron, una comedia muy trepidante que, mezclando a Bertolt Brecht con Robert Lepage, retrata la fenomenal estafa de aquella gran empresa energética americana que acabó con su bancarrota y la de la firma de auditores Arthur Andersen. El público ríe y aplaude, se libera y se crece, y luego se va a casa a encender sus aparatos eléctricos y a seguir viviendo por encima de sus medios.

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