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Columna
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Chinchín

Manuel Rivas

"Yo me hago la picha un lío con todas esas cosas que me cuentas", dice un personaje de Jim Thompson, en 1.280 almas, un clásico de la serie negra. "Creo que será mejor que me vaya corriendo antes de que me des más información y me acabe por estallar la cabeza". No es una cita. Es que el tío me lo ha quitado de la boca. Es con exactitud lo que uno siente ante el caso Garzón, al que sería más apropiado, en realidad, denominar caso Supremo. Y es así: que uno se hace un lío y que entran ganas de salir corriendo. Porque el problema, por una vez, no es que no tengamos información. Tenemos demasiada. Como para que estalle la cabeza por acumulación de náusea. No estamos ante una conspiración de silencio ni ante una conjura sigilosa, que suele ser el modus operandi en estos casos. El operativo es ruidoso, obsceno, faltón. Desaseado hasta en los detalles liminares. En esta historia, todo es información, desde el rabo hasta el hocico.

El momento momentáneo (Garzón investiga el franquismo y destapa la trama político-mafiosa de Gürtel), la catadura de los denunciantes, el apremio de la jauría, la escritura oblicua del instructor. Víctor Klemperer, el gran filólogo judío, mostraba su temor al imperio de los tercos sobre los partidarios del signo de interrogación. Baltasar Garzón ha recorrido un largo camino apostando la cabeza con signos de interrogación que han tenido la doble utilidad de descerrajar las zonas blindadas del crimen y de actuar como signos de rescate para la esperanza. ¿Puede utilizarse la ley, en una democracia, para otorgar impunidad histórica a una tiranía e impedir que se investiguen sus crímenes contra la humanidad? Los signos de interrogación muestran que, en este caso, la verdadera imputada es la justicia. Franco, Pinochet, los verdugos del plan Cóndor, terroristas, narcos y corruptos van en feliz comparsa de carnaval. ¿No oyen el chinchín?

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