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ARCO 2010
Columna
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En la ciudad replicante

No se puede esperar pesimismo social de una tierra que empezó no teniendo historia, a pesar de haber contado con una abundante población indígena antes de la llegada de los españoles. Con sus serenos paisajes sólo violentados por los azotes sísmicos y los incendios, y una inmigración procedente de México y de las lejanas costas del Pacífico, California ha sido y es el paraíso soñado de América. Su ciudad más extensa, Los Ángeles, vive obsesionada con su propia imagen, algo tan opuesto a la imaginación. Antes que a un gran mural de colores chillones, su identidad se parece más a un pastel, con su densidad particular y una textura quebrada y enfática. Epicentro de la industria cinematográfica, solar de la tribu beatnik, del ratón Mickey, de la contracultura y la ecología, Los Ángeles mira con envidia bonachona a la vertical y poco emocional Nueva York, cátedra de marchantes y coleccionistas y cuna del comercio vernáculo de América. Sorprendentemente, la poderosa LA tiene una tradición muy débil de coleccionismo de arte moderno y contemporáneo: entre las monótonas obras atesoradas por los ricachones de Beverly Hills, tan sólo brillan las refinadas colecciones de los filántropos Bernard y Edith Lewin, Eli y Edythe Broad -depositadas en el LACMA-, Janice y Henri Lazarof, y Fred y Marcia Weisman. Las gasolineras de Ed Ruscha, los ondulantes reflejos sobre las piscinas de David Hockney, las escuálidas palmeras de John Baldessari, las abruptas colinas de Richard Diebenkorn o los paisajes de Sonoma encerrados en los complejísimos envoltorios de Christo y Jeanne-Claude resultan hoy tan indelebles como los dentudos tótemes indios del Oeste americano. Pero no todo el arte posee aquel afable y pegajoso sistema formal. Una buena parte de los mejores artistas radicados en LA mantiene continuos vínculos con las acciones antiestéticas, la crítica institucional, las patologías de la transgresión y lo abyecto. El realismo sucio y el universo de los replicantes.

Apartados del angélico universo de la Costa Oeste, en el tranquilo pueblecito de Emeryville, durante dos décadas los artistas lumpen (en alemán, trapo) han dirigido su mirada a Europa a través de los textos del psicoanálisis y el feminismo, o se han dejado arrastrar por esa corriente subterránea en el arte del siglo XX que va desde Duchamp a Manzoni. Autores como Paul McCarthy, Mike Kelley, John Miller y Jim Shaw, vinculados a la CalArts (Instituto de las Artes de California) desde sus épocas de estudiantes, desmontan a través de sus instalaciones con muñecos y animales de peluche la represión y sublimación de una sociedad "civilizada" que convierte en anatema la ostentación del desorden y los detritus corporales. Raymond Pettibon sitúa sus dibujos en el seno de la cultura de los cómics desarrollada sobre las ruinas de la contracultura de la Costa Oeste. Los juegos lingüísticos y visuales de Matt Mullican invitan a descubrir procesos inconscientes a modo de reflexión sobre nuestra forma de descifrar y entender el mundo. Andrea Fraser lleva a cabo proyectos etnográficos sobre la cultura museística. Continuadora de la sociología del arte de la que fue pionero Pierre Bourdieu, esta artivista nacida en Montana corrige los códigos institucionales y sus artefactos desde el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de California. A través de sus mordaces performances se pregunta cómo los objetos específicos que atesoran los museos son sublimados y posteriormente traducidos en pruebas históricas y/o ejemplos culturales por unos directores investidos de una determinada ideología. Una manera de despojar a la institución de su situación histórica, de vaciar al museo de contenido y convertirlo en una "estructura alegórica". De manera parecida a las ficciones museísticas que el belga Marcel Broodthaers realizó a finales de los sesenta, Andrea Fraser concibe el arte en términos de proyectos y sitios discursivos (la Universidad, las revistas, la tribuna del conferenciante). Trabaja horizontalmente, consciente del riesgo de renunciar a ese repertorio de formas intrínseco del arte que durante décadas ha llevado a los grandes creadores a librarse de la trivialidad, pero no de las dudas.

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