La estela del terror
Vidas rotas narra la historia de las víctimas de ETA. Es una rigurosa crónica de crímenes políticos, pero también un incentivo para preguntarse cómo es posible que terminado el franquismo se multiplicasen los "patriotas de la muerte"
Existe una abundante bibliografía acerca de la historia de ETA, pero hasta ahora faltaba un libro en el que la historia de todas y cada una de sus víctimas mortales fuera reconstruida siguiendo el hilo de los atentados. En un libro sobrecogedor, Vidas rotas, tres especialistas en el análisis del terrorismo nacionalista han conseguido efectuar esa necesaria reconstrucción histórica. Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey atienden con un encomiable nivel de profesionalidad a la exigencia formulada por el hijo de una de las víctimas, el político socialista Fernando Múgica Herzog: "Se tiene que saber quiénes son las víctimas, sus nombres y apellidos, su historia anónima de persecución, de humillación y de ofensa. Y quiénes son los victimarios, que tienen también su nombre y apellidos, por qué están en la cárcel y qué es lo que hicieron. Hay que saber quién murió y quién mató".
Vidas rotas Historia de los hombres, mujeres y niños víctimas de ETA
Vidas rotas
Historia de los hombres, mujeres y niños víctimas de ETA
Rogelio Alonso, Florencio Domínguez
y Marcos García Rey
Prólogo de Fernando García de Cortázar
Espasa. Madrid, 2010
1.310 páginas. 30 euros
Vidas rotas es una rigurosa crónica de crímenes políticos, pero también un incentivo para preguntarse cómo es posible que en una sociedad, especialmente cuando acaba el franquismo y llega la democracia, y con especial intensidad justo entonces, se multiplicasen esos "patriotas de la muerte", por usar el término de Fernando Reinares, los cuales con toda frialdad asesinaron uno tras otro a cientos de ciudadanos que en la mayoría de los casos no podían tener responsabilidad personal alguna en la supuesta opresión sufrida por Euskadi. Hubo arrepentimientos, incluso pagados con la vida como el de Yoyes, pero en general tropezamos con creyentes empapados en una religión del odio, algo que han vivido en sus hogares o en los círculos de socialización como adolescentes. Habida cuenta del tipo de reacción complementaria de tantos nacionalistas ajenos a ETA -ejemplo la actitud de los miembros de PNV y de EA en Andoain con ocasión del asesinato de Pagaza-, resulta lícito apuntar al efecto perverso de una mentalidad forjada en el tipo de nacionalismo totalitario de Sabino Arana, creador de una auténtica identidad asesina. No es posible de otro modo explicar la conversión de tantos jóvenes, inicialmente de existencia normal, en criminales sanguinarios legitimados por la búsqueda de un objetivo político que nunca ha sido ni será real. Tal y como resume el autor del prólogo, Fernando García de Cortázar, "aquí se ha matado por un concepto aberrante de patria".
Cuando el asesinato tuvo especial relevancia ante la opinión pública o se encuentra disponible información adicional acerca de lo sucedido a los familiares, o de sus juicios sobre los sucesivos casos, el relato efectúa una oportuna detención, casi siempre esclarecedora al dar cuenta pormenorizada de los terribles efectos del crimen. Ello es siempre también motivo de desolación para el lector que tenga un mínimo de sensibilidad. Después de cada episodio, uno siente el deseo de ir a ver, a hablar, a abrazar a esos supervivientes, en ocasiones mutilados, tantas otras veces afectados psicológicamente para siempre por el impacto del momento crítico en que recibieron la noticia, contemplaron el cadáver de la víctima o vivieron en primera persona de un modo u otro el atentado.
Conviene destacar que a pesar de lo delicado del tema, Alonso, Domínguez y García Rey no cierran los ojos ante las actitudes contradictorias. Ahí está la reseña del homenaje a Ernest Lluch, con la reproducción de las famosas palabras de una conocida periodista, alusivas a que Lluch hubiera dialogado con los etarras incluso en el instante de ser asesinado. Despropósito explicable por el dramatismo de la situación, pero que es reducido a su significado preciso por los datos ofrecidos en el libro de Edurne Uriarte acerca de la forma en que sus asesinos arrastraron al ex ministro por el garaje hasta llegar a un punto en que las balas no rebotaran contra ellos. Los killers de ETA no concedían espacio para el diálogo.
La lectura de esa riada interminable de tragedias personales y familiares, y sobre todo el interés que revisten anotaciones como la citada, llevan a pensar que en el libro se da la ausencia de un componente que habría resultado imprescindible para situar esos crímenes en su tiempo real, en el marco de la opinión pública y de las circunstancias políticas cambiantes. Alguna vez hay informaciones de este género, siempre valiosas, que subrayan la importancia de conocer cómo reaccionaron los partidos políticos y las organizaciones sociales a los sucesivos crímenes. De ese modo hubiera sido posible establecer un balance de conjunto, así como reconstruir las probables líneas de continuidad o cambio, especialmente importantes por lo que toca al Gobierno Vasco y al PNV. Al no haber sido cubierto este vacío, queda en la sombra el principal interlocutor institucional de las víctimas, el nacionalismo democrático, a quien muchos reprochamos haber elaborado un discurso ambivalente respecto del terror, con el rechazo formal de ETA siempre acompañado a continuación de la justificación indirecta del "conflicto". Sólo mediante esa inclusión los lectores llegarían a entender las causas del inhumano aislamiento a que fueron sometidos tantos allegados de las víctimas en los pueblos vascos y navarros. Es preciso ir, pues, a las raíces, porque según advertía Heine, citado por Primo Levi, "la violencia es una semilla que no muere".
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