Europa y el Mediterráneo
Hace ocho meses asistimos al comienzo de una nueva era de distensión, tras los pasos que el nuevo presidente estadounidense daba en plazas amigas como Egipto y Arabia Saudí. En la actualidad, los planes para formar un segundo paraguas antimisiles frente a Irán y la priorización de los asuntos internos en todo Occidente dan por congelada otra primavera en mitad del desierto.
No es la primera vez que los discursos recorren distancias imposibles para las actuaciones sobre el terreno; además, las herencias de un pasado sin resolver no son del todo compatibles con unos planes de estabilidad, que tal vez hubiera sido mejor plantear a largo plazo. Hoy en día sabemos que nuestro deber es el de escoger entre democratización y guerra contra el terrorismo, entre equidad o seguridad, ya que la consecución de ambas a un tiempo es del todo inviable.
Antes de entablar grandes combates en montañas lejanas, debemos consolidar un marco de progreso en el Mediterráneo que desarrolle economías y sociedades, en pos de una democratización factible sin importarnos la fecha final de dicho proceso. El naufragio del europeísmo turco o la aparición de Al Qaeda en nuestra periferia más inmediata son indicadores más que evidentes de una deriva que la frustrada diplomacia norteamericana trató de reconducir.
Para continuar impulsando los intercambios, la socialización de la riqueza y la erradicación del binomio pobreza-ignorancia, no es necesario ni ampliar los frentes de batalla ni elaborar laberínticas hojas de ruta entre Estados; la próxima cumbre euro-mediterránea de Barcelona podría ayudar a corregir los defectos del plan que Estados Unidos no logró llevar más allá de las salas de prensa.
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