¡Y encima pagan!
Como ustedes saben, hace unos días los periodistas perdimos a nuestro compañero Carlos Nadal, pero esto no pretende ser una necrológica ni un artículo dedicado a los muertos, sino un texto asentado en la vida. Pretendo recordar cómo se vivía en las redacciones donde trabajó Carlos Nadal y todos los periodistas veteranos a los que en Buenos Aires nos dirían: "Viejo, volvé a la fosa".
En primer lugar, eran redacciones sin dinero, cosa en la que apenas ha variado la canción del tango. Pero eran ruidosas, alegres y en cada mesa se discutía el porvenir del mundo. Una nube de humo tabaquero envolvía a los redactores, las máquinas de escribir y los gritos contra el cajero, de tal modo que, entre tanto veneno, se diría que los periodistas eran, como en la Legión, novios de la muerte. Pero no teníamos en los pasillos una ministra de Sanidad ni en el retrete un Gran Hermano. De una mesa a otra las noticias eran transmitidas (y desmentidas) a gritos. Nadie creía en nada, y menos en la buena suerte del país, pero todo se investigaba.
Hoy apenas hay correctores, pero en los tiempos de Nadal los había del tipo de Pérez Foriscot, quien cada vez que leía un error entraba en coma, iba a pasarlo por las narices del redactor culpable y le gritaba que no se puede suprimir la pena de muerte. Aun así, aparecieron erratas históricas, como la de un campesino llamado José Camats, que fue detenido "por cometer actos obscenos con un burro, que además -decía la noticia- no era de su propiedad". O como la de una batalla de la Guerra Civil, en la que, se decía, entraron en contacto dos brigadas enemigas y se hicieron más de 200 pajas. La "b" y la "p" en las viejas linotipias eran armas cargadas por el diablo.
Pero lo que más recuerdo de aquellas redacciones era la vocación a toda prueba, la certidumbre de que en el periódico estaban la casa y el amor, la vida y la muerte. Y en esto entra Carlos Nadal. Una noche terminamos un periódico que nos pareció particularmente brillante, con dos exclusivas, y a las cuatro de la mañana Carlos Nadal, el director Horacio Sáenz Guerrero y yo nos abrazamos emocionados. Y de pronto Carlos gritó: "¡Y encima nos pagan!".
Me temo que en ninguna Universidad enseñan hoy esas asignaturas que se aprendían de madrugada.
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