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Columna
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Vergüenza ajena

Algunas imágenes no se borran nunca. Nunca he dejado de ver a un señor muy sonriente, que servía batidos ante un mostrador abarrotado de niños muy rubios, en una heladería-caravana de esquinas oblongas. La televisión llegó tarde a España, los extraterrestres también. Yo ya tenía ocho años cuando vi a aquel camarero levantarse su bonete blanco, para mostrarle a otro marciano el tercer ojo que tenía sobre la frente. Aquella noche no pude dormir. Del miedo también me acuerdo.

Ha sido una de las sintonías de mi generación, la de aquellos niños que, antes de ver a un hombre pisando la Luna -¡ah!, pero, entonces... ¿vosotros os lo habéis creído?, nos preguntó mi abuelo al día siguiente-, aprendimos que los extraterrestres eran malos malísimos en telefilmes que nos doblaban la edad. Luego, cuando cumplimos 20 años, se volvieron buenos, y nos emocionamos al mirar unos cuerpos verdes y deformes, algunos alargados, erizados de tentáculos, otros viscosos, rechonchos, que albergaban un espíritu semejante al nuestro. Unos desgraciados, capaces de sufrir, de amar, de sentir lealtad, gratitud, alegría y pena. ¿Cómo no íbamos a quererlos? Cuando estábamos en lo mejor, llegaron los científicos y dijeron que nanay.

Me entristeció mucho escuchar que vivíamos sin compañía. Pero tampoco me alegra saber que científicos de distinta opinión prometen que quizás, en diez años, empezaremos a conocer vida extraterrestre. Cada día me parezco más a mi abuelo. Por eso, mientras los poderosos de este mundo pasan más tiempo que nunca reunidos, sin ser capaces de acordar solución alguna a las catástrofes que a menudo han provocado ellos mismos, me he acordado de aquel chiste tan bueno: María, que tu marido se está acostando con todas tus vecinas... ¿Sí? ¡Ay, Dios mío, qué vergüenza! Ahora se van a enterar todas de lo que tengo en casa... Pues eso.

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