Guía del espectador pasmado
La industria de Hollywood, trémula de espanto ante los ademanes horrorosos de la crisis financiera, no ha variado un ápice su concepción del negocio desde principios del siglo XX. "El cine es el tren eléctrico más caro del mundo", sintetizó Orson Welles. James Cameron es el fogonero con el que sueñan las productoras para conducir la locomotora. Hilvana un taquillazo con cualquier retazo de idea. Echó mano de un inverosímil romance de trasatlántico, edulcorado hasta la diabetes, entre una señorita bien (Kate Winslet) y un descacharrante polizón de diseño (nada menos que Leonardo DiCaprio) y fabricó Titanic. Recaudó 1.242 millones de euros, asombró a los ejecutivos, cautivó a los espectadores con su fina estrategia de "ande o no ande, caballo grande" y se convirtió en el salvador de una industria que busca Mesías de guardia con la misma avidez que los Monty Python en La vida de Brian. Más de una década después, volvió para salvar la ciudadela del cine asediada por huelgas de guionistas, de actores y de ideas. El ungido repitió el milagro. Fabricó Avatar, que hasta hoy ha recaudado más de 1.290 millones de dólares.
Avatar sigue el patrón de "ande o no ande, caballo grande", pero en tres dimensiones. Los más perversos denuncian la debilidad del argumento (algo así como Pocahontas en un planeta lejano, muy lejano), los más animosos se consuelan con el ecologismo de urgencia del argumento, los más sensibles se emocionan con un romance, más trivial y alambicado que el de Titanic, entre el cuerpo de un na'avi poseído por un terrícola y una feroz guerrera de gran corazón y los más zumbones se divierten con el parecido del na'avi en cuestión con Cristiano Ronaldo, eso sí, chapado en azul como un pitufo.
Pero el impulso oculto que explica el nuevo récord mundial de taquilla es la promesa de que Avatar es el futuro del cine. Hollywood ha llegado a la Tierra Prometida: el pasmo. No es una idea nueva. Viejos pioneros como Goldwyn, O'Selznick o Cohn ya lo sabían. Es una opción si los espectadores están dispuestos a dejarse pasmar con tecnologías apabullantes. Parece que sí. Hay más emociones y más complejas en un plano de cualquier película de Murnau, Ford, Hitchcock o Lang que en las obras completas de Cameron (o de George Lucas). Pero el futuro del cine ya está bajando sin remedio por el tobogán del pasmo.
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