El Celta y la ilusión de una alternativa
Eusebio Sacristán jugaba en el Celta cuando Mostovoi, el futbolista con más talento que nunca haya vestido de celeste, se marchó del campo harto de correr tras los rivales. No le importó ir perdiendo ni que el entrenador hubiese realizado todos los cambios. Simplemente no quería jugar así. Sus compañeros, a empujones, lo devolvieron al terreno de juego, y al finalizar el partido le armaron tal alboroto en el vestuario que uno de los policías que acudió a poner paz aseguró que había estado tentado de disparar al aire para amansarlos.
Aquel día no estaba Eusebio entre los exaltados. Él había jugado en el Barcelona de Cruyff y, aunque no justificaba el desplante del ruso, entendía que no le faltaba razón: aquel fútbol no merecía la pena.
Eusebio nació en tierra de viñas y sabe que ha de haber un mosto turbio antes de un vino excelente
El verano siguiente Eusebio regresó al Valladolid, donde había comenzado su carrera, y al banquillo de Vigo llegó un Javier Irureta que creyó en Mostovoi y, a su alrededor, con la consigna de que fueran los rivales quienes persiguiesen a los de azul, cimentó un equipo que durante años fue alternativa a los grandes en todas las competiciones que disputó.
Como por milagro, el Celtiña se había convertido en Eurocelta y asaltaba el Bernabéu, apabullaba al Liverpool o al Aston Villa, líder invicto en Inglaterra, vencía por cuatro a cero al Juventus de Zidane, hacía un siete al Benfica, batía al Ajax y al Milan..., y en la vieja grada de Balaídos nos mirábamos con la sonrisa nerviosa de los que comparten la realización de un sueño.
De la misma manera que en Bilbao se recita aquella delantera en la que goleaba Zarra, así como existe un Madrid de Di Stéfano y hay en Barcelona un dream team, en Vigo los que vimos jugar a aquel Celta guardaremos siempre un espacio en la memoria para Mazinho, Makelele, Karpin, Mostovoi, Penev y Revivo.
Pero aquel sueño se envenenó y despertamos como se despierta de los malos sueños: cayendo al abismo, a Segunda División. Hubo un desfile de entrenadores incapaces de competir con el brillo del pasado. Pero el Celta tampoco era el mismo: las arcas, como las gradas, estaban cada vez más vacías, y el vestuario encogido y enfermo. Cuando sobre el Celta acechaba el lobo de un nuevo descenso y la desaparición, Eusebio atendió su llamada de auxilio y volvió como se había ido, sin alzar la voz.
Frente a sus antecesores, que pese al mal juego habían reclamado el apoyo incondicional del público, propuso que fuese el equipo quien sedujese a la afición. Y buscó el remedio a la abulia del vestuario en el entusiasmo de los más jóvenes.
El día que el Celta se jugaba el descenso, yendo empatado el partido que sólo valía ganar, Eusebio mandó calentar a un chico que no había disputado un solo minuto con el primer equipo. Cuando Iago Aspas supo que iba a jugar, miró a su entrenador como un torero a su madre el día de la alternativa. "Te compro una casa o te visto de luto", debió de susurrar Iago, antes de retribuir la confianza del míster con dos goles y la esperanza de un futuro mejor.
Han pasado nueve meses, y nueve son ya los canteranos que han debutado con Eusebio. A todos ellos, Trashorras les demuestra que quien pasa por el Madrid y el Barça no puede ser un futbolista cualquiera.
El juego audaz del equipo va reconciliando al Celta con la afición, aunque la falta de puntería lo mantenga lejos del ascenso. Eusebio sabe bien que los goles no se merecen, se marcan. Pero Eusebio está tranquilo. Él nació en tierra de viñas y sabe que ha de haber un mosto turbio antes de un vino excelente. Y no modifica su ideario por más que apriete la soga, juegue en el campo del Huesca o en el Calderón.
Por eso con Eusebio en el banquillo Mostovoi no se habría marchado del campo. Ni Balaídos habría perdido nunca la ilusión.
Domingo Villar es escritor y socio 15.724 del RC Celta
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