La calle que hizo la gente
Para los niños de provincia de hace 50 años, la Gran Vía era, desde la distancia, un espacio envidiable de gran ciudad que contemplábamos con frecuencia en el NODO; un lugar lleno de vida de la metrópolis donde todos podíamos encontrarnos y todos perdernos. Luego, cuando el provinciano llegaba y descubría Madrid por su cuenta, participaba en ese hervor del Madrid inquieto y variado, de la tensión y el caos del centro, compartido con la calidez de la ciudad recoleta de sus barrios próximos, de sus calles anejas, de esas bocacalles por las que confluía y confluye en la arteria principal el viejo Madrid con sus olores de corralas, sus humedades de palacios y sus recovecos de villa antigua que se resiste al derribo.
La contaminación no ha podido con el aire humano que se respira en la Gran Vía
Ahora la Gran Vía acaba de aparecer en Fitur como un preciado emblema de Madrid, retrato colorista de su calle más animosa. Se le puede ver repleta, caótica y bullanguera. O solitaria y plácida como la pintó en un amanecer que le costó muchos amaneceres el pintor Antonio López. A las ocho de la mañana de un sábado está casi vacía y un cuarto de hora después ya es otra. Es una a las diez de la noche, por ejemplo, con gente que va al cine y viene de él, toma tapas en un bar, una copa en Chicote, o cena en uno de sus hoteles o restaurantes. Y puede ser peligrosa en la madrugada, con algún que otro rostro agresivo, gente colocada que deambula por sus aceras o borrachos sin norte. Pero, llamada en Fitur con propiedad "torrente de cultura urbana", exhibida allí con rostros de músicos, cantantes y actores, y sobre todo con gente, es una síntesis de Madrid en distintas épocas. Centenaria ya, pero al fin y al cabo nacida hace poco, tardó escaso tiempo en definir la nueva urbe y en aglutinar en ella el ambiente castizo y cosmopolita a la vez del Madrid antiguo. Hoy es más pluricultural que nunca, después de haber pasado por tiempos muy distintos, con lo que por medio de ella es posible conocer un siglo de esta ciudad.
Claro que sin el coraje político que supuso en su día afrontar riesgos para realizar cambios, esta obra fundamental no se hubiera llevado a cabo. Porque al proyecto de la Gran Vía no le faltaron dificultades y cortapisas, ya fuera por los intereses de los que veían afectada su propiedad o por la propia opinión ciudadana que se oponía a la calle nueva.
Madrid siempre ha estado dispuesta al debate a la hora de los cambios, y bien está que así sea por lo que revela de participación y de interés en una ciudad carente las más de las veces del recomendable amor propio, pero aquel debate, como otros recientes, tal vez estuviera más informado por mero inmovilismo que por un afán conservacionista que merecería mayor respeto. Ahora mismo, nadie niega que en la multitud de obras en las que está empeñado el alcalde haya algo de exceso -deudas y gestión de las arcas municipales aparte-, pero con frecuencia el ciudadano rechaza la incomodidad que las obras suponen y olvida fácilmente los beneficios que después reportan. Aquí no se trata por lo general, sin embargo, de polémicas suscitadas por la tensión entre progreso de la ciudad y conservación de su patrimonio, al modo en que se han levantado en otras ciudades, que también, sino en ocasiones de puras resistencias a la novedad. Y nada tiene que ver eso con la sensibilidad para conservar, no ya los bienes artísticos de indiscutible valor, sino aquellos característicos de la ciudad, de interés menor, pero que forman parte de la educación sentimental de los madrileños y de su historia y costumbres. Frente al ejemplo de ignorantes regidores municipales, incapaces de percibir que el patrimonio de la ciudad no lo constituyen sólo los edificios notables o los conjuntos urbanísticos apreciados por su valor, sino también aquellos espacios a los que la vida de la ciudad o del barrio han otorgado una singularidad más relacionada con los sentimientos que con el precio, Madrid debe adoptar una posición distinta. Y aunque no sería necesario en el caso de la Gran Vía, dotada de hermosos y valiosos edificios que le otorgan un valor indiscutible por sí mismos, sí es ella además una muestra de los espacios ciudadanos a los que la vida de la gente en el uso de los mismos dota de una significación.
Fue un empeño de arquitectos, urbanistas y empresarios, desde luego, pero hasta que la gente no la hizo no se conoció su verdadero carácter. La contaminación no ha podido con el aire humano de Madrid que se respira en ella. Y es eso, especialmente eso, lo que la hace patrimonio cultural muy destacado de esta ciudad. Su centenario puede servir para recordarnos el Madrid que algunos han vivido y por el que otros, llegados más recientemente, pueden sentirse atraídos.
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