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Columna
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La moda é mobile

Vivimos momentos de transición e incertidumbre, zarandeados por quienes marcan el camino de las gentes comunes. Por un lado, la sofisticación y exquisitez alcanza cotas insuperadas, si nos referimos a la suntuosidad de la moda indumentaria, la cosmética y la apariencia física, tanto en mujeres como en hombres. A los vaqueros y la camisa fuera del pantalón, se opone la alta costura, que jamás rozó tan alto la meticulosa imaginación de la apariencia física en ambos sexos. No hay más que hojear los suplementos dominicales de los diarios -sin necesidad de acudir a las publicaciones especializadas- para recrearse en la grata belleza de las modelos, de los personajes de la alta sociedad -ellas y ellos- ejemplares casi perfectos, en su estatura, armonía y hermosura. O esos frecuentes desfiles que ofrecen las televisiones, en los que circulan ejemplares de sueño, con vestiduras vaporosas, que ninguna mujer vestiría en actos públicos, ni familiares, o de hombres con prendas que arremolinarían a las multitudes si las llevaran puestas para viajar por el Metro.

Si el pendiente es un brillante de más de dos quilates, apueste a que se trata de un futbolista

Hay una antítesis contemporánea: el unificado pantalón, adoptado definitivamente por las mujeres, aunque sean damas nonagenarias, los vaqueros unisex, zamarras, parkas o chaquetones de uso común. Es lo que vemos por las calles, como si fueran uniformes en una sociedad desprovista de imaginación.

Por el aspecto externo -y según la perspectiva- resulta difícil identificar el género de nuestros semejantes, o sea, si pertenecen al femenino o al masculino, en ello englobadas las posibles derivaciones. Las modas y modos vienen impuestos, como siempre, por personajes célebres. Con ocasión de cruzar un arroyuelo, un príncipe de Gales se remangó el pantalón, y creó el doblez, que ha durado hasta hace poco. Dicen que Alfonso XIII se remangó los puños de la camisa, por haber extraviado un gemelo o porque le vino en gana, y los varones de la corte, seguidos por el pueblo, adoptaron la camisa de manga corta.

Hay pistas y despistes, pues ver el lóbulo de una oreja sosteniendo un arete puede certificar que se trata de un hombre que ignora el porqué de la moda marinera de haber cruzado el Cabo de las Tormentas. Si el pendiente es un brillante de más de dos quilates, no hay riesgo en apostar que se trata de un futbolista brasileño o similar. Y no digamos de los zapatos, que van desde las deportivas a los bellos y torturadores modelos de los grandes y carísimos estilistas que no tienen empacho en modelar un calzado con inverosímiles tacones de 20 centímetros o esas botas de escalador por el Himalaya. Nunca la moda y sus accesorios ha sido tan variada, incluso en momentos de crisis general, como el que vivimos. La moda -hemos de repetir la denominación- es diferente, prodigiosa, fantaseadora y transcurre entre las cremas y potingues que rejuvenecen la piel, hasta la ropa interior, que se procura llevar, como un anticipo, de forma que sea visible por encima del pantalón tejano más desvaído. La joyería está homologada con la bisutería, antes bien delimitada y si se anuncian relojes que valgan 6.000 euros es porque tienen demanda.

Nada de esto encierra asomo de censura y que cada cual haga con sus trajes y con sus pelos lo que mejor le acomode. Quizás personas vetustas como yo, cometamos algún desliz, por deterioro de la agudeza visual, al admirar una juncal silueta que puede resultar un repartidor de pizza camino de la moto. Por eso es recomendable la discreción antes de expresar algún signo admirativo. Menos mal que, de cuando en cuando, se desliza una descarada "mini", el viernes por la noche, que nos alegre la pestaña.

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Estamos en pleno invierno, o sea -para que nos entienda todo el mundo- en temporada futbolística y los aficionados reconocen a sus ídolos, por la colocación en el campo, despistados a veces por las melenas o por el cráneo pelado. Voy raramente al estadio -y a pocos sitios más- pero la última vez lo hice con un viejo amigo que fue gran aficionado e incluso en la adolescencia jugó en los juveniles de un gran equipo madrileño. Observaba a los guardametas, con camiseta multicolor, enormes y deslumbrantes manoplas y calzones de chándal. "¡Anda! -exclamó- Si lleva pantalones largos, como las mujeres". Echaba de menos el jersey de cuello vuelto que popularizó Ricardo Zamora, la gorra de visera, los pantalones por encima del menisco, las rodilleras y la patadita, antes de despejar el balón, para desprender el barro de las botas. Hoy lo hacen encima de una alfombra de la Real Fábrica de Tapices.

Quizás un día no muy lejano se popularice entre los varones el uso de la falda escocesa, o el envoltorio talar de los árabes, la chilaba y, en su defecto, los equívocos y cómodos zaragüeyes morunos. Cuando los hombres hayamos adoptado aquellas prendas que fueron de uso preferentemente femenino, es cuando se habrá llegado a la igualdad de sexos. O estaríamos camino de ello, ¡yo que sé!

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