Un Ferrari sinfónico
Alan Gilbert inicia en Barcelona su primera gira internacional al frente de la Filarmónica de Nueva York
A sus 33 años, Alan Gilbert sucede en la dirección de la Orquesta Filarmónica de Nueva York a antecesores de la talla de Gustav Mahler, Arturo Toscanini, Leopold Stokowski, Leonard Bernstein, Pierre Boulez, Zubin Mehta o Lorin Maazel. Poca broma. Pero Gilbert juega con una diferencia que la potente mercadotecnia de la orquesta vende como ventaja y que el tiempo dirá si lo es o no: es cantera pura, "uno de los nuestros". Nacido en Nueva York, hijo de violinistas de la filarmónica (el padre se retiró en 2001, la madre, japonesa, sigue en activo), estudió violín en Harvard para, hacia mitad de la década de los 90, decantarse por la dirección orquestal, tras haber ganado el premio Georg Solti y haber colaborado con el maestro durante un tiempo.
La primera gira internacional de la Filarmónica de Nueva York desde que Gilbert asumiera en otoño la titularidad del podio ha empezado por España. Barcelona (el jueves), Zaragoza (ayer) y Madrid (hoy y mañana, en el Auditorio Nacional) son las tres ciudades que acogen esta formación.
Su formación académica ha marcado la manera de Gilbert de colocarse ante la orquesta. Como Solti, es hombre de gesto contenido y preciso, nada dado a la extravagancia, meticuloso en todas y cada una de las entradas. La ascendencia del violín en su carrera -como también en la de su predecesor, Maazel- se deja notar en una atención muy preferente a la línea melódica, al tiempo que se muestra parco en suministrar indicaciones expresivas.
El programa que se escuchó en Barcelona fue un muestrario de prestaciones, más que un discurso coherente. Abrió plaza la Sinfonía N. 49 de Haydn, tan sombriamente prerromántica, llevada con energía y sentido de la proporción. El ambiente cambió radicalmente con la segunda de las obras, The Wound-Dresser (1989), para barítono y orquesta sobre un texto del poeta Walt Whitman, de John Adams, autor de la exitosa ópera Nixon in China. Es ésta una obra densa, introspectiva, en la que Thomas Hampson se mostró concentradísimo, pero que dejó algo frío al público.
La segunda parte mantuvo características similares con la Inacabada de Schubert y las Tres piezas para orquesta de Alban Berg. Si en la primera obra de nuevo brilló la extraordinaria vena melódica de Gilbert, en la segunda reapareció el aspecto de concierto-muestrario para consumo europeo, lo cual no es un apunte negativo cuando el instrumento que se muestra es esa filarmónica, una máquina redonda, calibrada, aerodinámica, potentísima, con metales gloriosos. Un Ferrari sinfónico, vamos. Una bestia en la que un valor descolla muy por encima de los otros: la flexibilidad del empaste, el modo en que el sonido se hace espectáculo. Suntuoso. Los americanos son maestros en esa tarea. Lo fue Leonard Bernstein, a quien habría estado bien dedicarle la propina, en lugar de sacar del catálogo de ventas a Beethoven.
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