A favor del amor (loco)
Lo que son las cosas. Llevaba una larga temporada sin ver buen cine y, de repente, dos obras maestras en una tarde. La primera es una novedad absoluta de la que ya habrán recibido opiniones más expertas que la mía, de modo que me voy a limitar a aconsejarles que, si se atreven a enfrentarse a una muy estimulante (y provocadora) muestra de ese (raro) cine contemporáneo que trata al espectador como a un adulto y no le enjuga las babas, ni le regala anteojos 3-D para que alucine (en el cine) con vertiginosos efectos especiales, no se pierdan La cinta blanca, para mi gusto la obra más austera, compleja y acabada de Michael Haneke. La segunda no era la primera vez que la veía. Se trata de Aelita, reina de Marte (1924), la película de Yakov Protazanov que introdujo la ciencia-ficción en la cinematografía soviética. Quería revisitar la estupenda secuencia en que Aelita, que ha estado estudiando las costumbres terráqueas a través de un potentísimo telescopio, le pide al ingeniero Tos, recién llegado a su planeta, "toca mis labios con tus labios, como hacéis en la Tierra", antes de fundirse con él en un romántico beso (todo ello en medio de un increíble decorado constructivista, diseñado, igual que el vestuario de los marcianos, por los geniales Alexandra Ekser e Isaac Rabinovich). Me acordé de la escena impulsado por la lectura del sugerente y polémico ensayo de Cristina Nehring A favor del amor (Lumen), con el que vengo dialogando desde hace unos días. Del mismo modo que en la película de Protazanov se encuentran referencias más o menos oblicuas al debate acerca del amor entre los revolucionarios proletarios (ecos del influyente libro de Alexandra Kollontai acerca de la nueva moral sexual, que tanto irritó al puritano Lenin), el ensayo de Nehring polemiza con cierta tradición feminista proclive a demonizar el amor-pasión como instrumento secular de dominación masculina. Nehring critica el descrédito que, desde ciertos sectores del feminismo, ha venido afectando a la obra de autoras (como Mary Wollstonecraft, Edna St.Vincent Millay o Simone de Beauvoir, por sólo citar algunas) cuyas credenciales artísticas, literarias o filosóficas se han visto "mancilladas" por la "turbulencia" de sus biografías eróticas, especialmente si eran de carácter heterosexual. Algo que no les ha sucedido, en cambio, a sus colegas masculinos, para los que haber vivido (y padecido) una gran pasión no ha puesto en entredicho su prestigio intelectual. En una época en que, según la autora, el amor se ha trivializado (tras domesticarse y medicalizarse), el romanticismo "se ha convertido en un deporte recreativo", y hasta en la tele pueden verse anuncios de asépticos y nada comprometidos juguetes sexuales, el libro de Nehring apuesta por las relaciones maduras entre iguales en un nuevo entendimiento de la pasión erótica. En cuanto a Aelita, una de mis heroínas románticas favoritas, su historia se disuelve al final en el sueño de su amante. Claro que antes se había puesto al frente de una revolución para crear la Unión de Repúblicas Socialistas Marcianas. Una auténtica reina. Y, encima, constructivista.
Intolerancias
En nuestro último y enervante clima social de falta de respeto a las opiniones ajenas, uno se arriesga a ser calificado de homófobo simplemente por atreverse a expresar su vergüenza (cinematográfica) ante productos como El cónsul de Sodoma; de catalanófobo por afirmar que la propuesta del alcalde de Vic (no es el único edil nacionalista con ramalazo xenófobo) no hubiera desentonado en la Alemania de los treinta; de islamófobo por sugerir que la deseable integración de los inmigrantes musulmanes debe pasar por un necesario esfuerzo de adaptación a las normas culturales del país que les acoge; de liberticida por atreverse a opinar que los autores de obras literarias, musicales, cinematográficas, etcétera, tienen derecho a que se les garantice el cobro de los haberes que les corresponda por el uso público de sus obras, y que quienes se lucren con ellas fraudulentamente deberían ser tratados como piratas. De manera que, estando así las cosas, no me extraña nada que comiencen a alzarse voces airadas, aquí y en los alrededores de Wall Street, contra los que -con la que todavía está cayendo- se atreven a "satanizar" los desmesurados ingresos de ciertos trabajadores privilegiados (y a menudo chantajistas) o los bonus millonarios que perciben esos emprendedores ejecutivos y brokers cuyas ingenierías especulativas han estado a punto (una vez más) de llevarnos a la catástrofe. Se trata de los mismos ultraliberales que, durante el tiempo de un suspiro, se resignaron (aprovechándose de ello) al más bien tímido revival del pensamiento de Keynes o que disimulaban su enojo cuando alguien citaba en su presencia al archisatán Marx. Para los interesados en la génesis y desarrollo de cualquier forma de intolerancia -de las que este país ha suministrado estupendas muestras desde que existe como tal- recomiendo el documentadísimo estudio de Javier Domínguez-Arribas El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945), publicado por Marcial Pons, un instructivo recorrido por la fabricación e implementación arbitraria e irracional (en 1936 judíos y masones eran dos colectivos minoritarios y, además, tenían bastante poco que ver) del mito de aquel "enemigo" siamés de España que tanto juego dio en la definitiva consolidación del Nuevo Estado franquista, tras la brutal laminación física y moral de toda oposición (incluso de la imaginaria).
Haití
El primer autor haitiano que leí, en mi lejana época universitaria, fue René Depestre (1926). Un conocido traductor, entonces amigo, me pasó una antología de poesía francófona de la "negritud", donde lo descubrí de modo felizmente desordenado junto al senegalés Léopold Sedar Senghor y al martiniqués Aimé Césaire. Depestre era comunista, y sus versos vibraban a la vez con el grito de la rebelión antiimperialista y el de la hambrienta pasión erótica. Después, mi contacto literario con Haití se redujo casi completamente y durante años a una estupenda novela del cubano Alejo Carpentier, El reino de este mundo (1949; El siglo de las luces, de 1962, no trata específicamente de Haití) y a un magnífico relato de la alemana Anna Seghers (Las bodas de Haití). Hace años, cuando la revista Granta la incluyó entre los "20 mejores jóvenes escritores americanos", descubrí a Edwige Danticat (inmigrante desde muy joven en Estados Unidos), de quien Ediciones del Bronce publicó en su momento su primera novela, Palabras, ojos, memoria. Muchos días después de la terrible catástrofe natural (mucho más letal e intolerable por razones políticas) el caos sigue impidiendo la distribución eficaz de las ayudas. De nuevo, la historia de la literatura cabe en una botella de agua y una caja de víveres.
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