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Columna
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X-centrismo

El viejo chiste de Mafalda ("el problema de salir con las orejas puestas a la calle es que uno se expone a escuchar cualquier cosa") se convierte en realidad cotidianamente. Estas dos orejas que se han de comer los gusanos captaron el otro día una emisora importante sonando en la radio. (Iba a escribir "emisora de copetín" pero, como no era la Cope, mejor lo dejamos así). El caso es que unos cuantos tertulianos no menos importantes estaban disertando sobre la amenaza que, de repente, supone Yemen para Occidente a raíz del atentado fallido de Detroit; asunto, por otra parte, lógicamente eclipsado por Haití. Alguien, en su turno de palabra, afirmó que el problema básico del mundo islámico es que no habían pasado aún el Renacimiento y que una vez se hayan paseado los musulmanes vestidos como Leonardo y la Gioconda por el desierto, entonces llegará la paz. El resto del personal estuvo sorprendentemente de acuerdo. Es un caso de flagrante eurocentrismo porque todos esos sabios radiofónicos se cargaban de un plumazo la Mezquita de Córdoba, la Alhambra y, sobre todo, las matemáticas árabes que introdujeron el concepto del cero, sin el cual no tendríamos ordenadores hoy en día. Si estos son los líderes de opinión nacionales, apañados estamos.

¿Quién impide a los padres exigir que se enseñe en tagalo? Al fin y al cabo hay más filipinos que gallegos en el mundo

Unos días después, y en circunstancia muy distinta, estas orejas escucharon decir a una estanquera que su hija viajaba mucho a Nueva York y que sí, que es muy bonito pero, ¡ay!, no tiene historia. Este es un caso de cronocentrismo en el que lo importante son los siglos de antigüedad que tiene la catedral de Santiago y lo demás no importa: ni los chinos ni los egipcios cuentan, así que cómo va a contar Nueva York. Lo que ocurre es que la historia del siglo XX y lo que llevamos del XXI pasa enterita por la Gran Manzana. El cine, el jazz, la ONU, las Torres Gemelas, la pintura, la literatura y el teatro de Broadway no forman parte de la Historia con mayúsculas porque no tienen piedras con musgo. Nueva York y el Islam han encontrado un punto para la reconciliación: la ignorancia de los españoles.

Y por si fuera poco llega el decreto sobre el gallego y la organización de la enseñanza en Galicia. El origen de este asunto está en las promesas electorales y las ansias de Feijóo de quedar bien con su partido en Madrid, no vaya a tener que irse a vivir allí para sustituir a un Mariano Rajoy al que ya se le nota mucho que le aprieta la corbata cada vez que habla. Este es un caso de partitocentrismo a la gallega de difícil solución, porque no basta con mandar de vuelta a los redactores del decreto a las caóticas escuelas e institutos que se pretenden regular desde fórmulas tan eficaces como el "viva la Pepa", el "sálvase quien pueda" o el "cada uno a su bola". No es un asunto de ignorancia, pues, sino de poner los intereses de un partido por encima del bien común, algo que ellos o sus antecesores denostaban con énfasis en aquellas clases de Formación del Espíritu Nacional de antaño. Si han olvidado ese bagaje para cargarse la convivencia aceptablemente apacible en la que flotaban el gallego y el castellano antes de las elecciones, es porque hay un interés post-electoral de unos gobernantes que lanzan decretos como si empezaran las fiestas patronales. Aún no tenemos mascletás como los valencianos, pero todo se andará. Este petardocentrismo, en el que gana el que más vocifera, es especialmente pernicioso porque jugamos no con la ignorancia de unos adultos -ya sean estanqueros o tertulianos- sino con la formación de generaciones enteras de ciudadanos gallegos expuestos a la arbitrariedad gubernativa y perdidos en un marasmo de centros de enseñanza en el que cada uno acabaría enseñando en un idioma distinto. Por ahora sólo manejan tres opciones (gallego, castellano e inglés) pero ¿quién impide a los padres exigir que a sus hijos se les enseñe en tagalo? Al fin y al cabo hay más filipinos que gallegos en el mundo. Tenemos un nuevo concepto: el babelcentrismo, basado en la confusión de las lenguas. Ayer fue un castigo divino por la soberbia de los humanos. Hoy, Feijóo recalifica aquel decreto de Dios para mantener a raya al monstruo del gallego.

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