Siguen las protestas en Irán
Mientras Occidente celebraba sus fiestas, los iraníes han vuelto a arriesgar la vida para protestar contra un régimen cada vez más desesperado y opresor. Estados Unidos y Europa deben pensar con urgencia si nuestra estrategia para Irán sigue siendo la acertada.
Siete meses después de unas elecciones amañadas, la lucha política en el interior de Irán no sólo continúa sino que se ha agudizado. El número de manifestantes puede no ser tan alto como el verano pasado, pero los que persisten tienen más audacia, están más indignados y son más radicales. No se trata ya sólo de la reelección fraudulenta del presidente Mahmud Ahmadineyad; lo que está en tela de juicio son las políticas y la autoridad del propio Líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, que depende cada vez más de la fuerza bruta de la milicia basij y la Guardia Revolucionaria. Su oficina dice que los manifestantes son "enemigos de Dios" y serán castigados como corresponde. Como respuesta, los manifestantes radicales han desafiado todos los tabúes al compararle con el califa Yazid, responsable de la muerte del nieto de Mahoma, Hussein, y, por consiguiente, la figura más odiada en el islam chií. Aunque el crítico más temible que tenía Jamenei entre el clero, el gran ayatolá Alí Montazeri, murió hace poco, otros clérigos respetados no ocultan su hostilidad ante la vía que ha emprendido Jamenei.
La mejor fórmula es que Estados Unidos y Europa apuesten por el cambio político en Teherán
Mientras hay cada vez más antiguos partidarios del régimen que se alejan de él, el Gobierno está deteniendo a los familiares de los principales reformistas y de la premio Nobel de la Paz Shirin Ebadi, en un ejercicio de intimidación que recuerda la Sippenhaft de los nazis. El sobrino del candidato presidencial Mir Hossein Mousavi muere por disparos en lo que parece un asesinato selectivo. Al menos otras 14 personas mueren en choques sangrientos que profanan las ceremonias religiosas para conmemorar la muerte de Hussein en el año 680 d.C. y la de Montazeri en 2009. Las muestras de martirio se acumulan. Por desgracia algunos manifestantes abandonan su disciplina de terciopelo y responden a la violencia con violencia.
Tal vez sigan siendo exageradas las comparaciones con la revolución que derrocó al Sha en 1979, pero ésta es la crisis más profunda de la República Islámica desde esa revolución que le dio origen.
No hay duda de que el régimen todavía no ha actuado con toda la fuerza de la que teóricamente dispone. Algunos especulan que es porque no está seguro de poder contar con que los soldados de a pie de la Guardia Revolucionaria, ni mucho menos los del Ejército, obedezcan la orden de llevar a cabo unas medidas verdaderamente drásticas contra su propia gente. Además, el deterioro de la economía seguramente va a exacerbar el descontento de toda la población, más allá de los jóvenes con estudios que son los que ya expresan su indignación. Cuando Ahmadineyad tenga que empezar a cortar los generosos subsidios al consumo que sólo ha podido permitirse gracias al elevado precio del petróleo, sus viejos partidarios de la clase obrera y las zonas rurales no tendrán ya mucho por lo que darle las gracias.
Estamos ante unas de esas situaciones proto-revolucionarias en las que, como su desarrollo depende de la interacción entre el impredecible comportamiento de las masas y las decisiones tomadas por un pequeño círculo de miembros del régimen a puerta cerrada, nadie -ni el mayor experto del mundo en Irán- sabe cómo van a evolucionar las cosas. Pero hay algo de lo que no cabe duda: ésta es una crisis iraní, creada en Irán y que deben resolver los iraníes. Las 60 supuestas organizaciones occidentales subversivas contra las que acaba de lanzar un anatema el Ministerio de Inteligencia iraní -entre las que se incluyen, en el número 27, "la universidad de Yale" y, en el número 50, "la universidad de Yale y todas sus filiales"- no tienen nada que ver con ella.
Ahora bien, después de siete meses de crisis cada vez más profunda del régimen, Estados Unidos y Europa necesitan modificar su estrategia. Desde que llegó al poder en enero del año pasado, el presidente Barack Obama se ha mostrado decidido a tratar de impedir que la República Islámica adquiera armas nucleares. Ha adoptado una doble estrategia en la que la oferta de negociar sin condiciones previas va unida a la amenaza de unas sanciones más estrictas si esas negociaciones no dan fruto. Después de un año, ese método no ha logrado prácticamente nada. Mientras tanto, los iraníeshan sacudido el régimen en sus cimientos. El propio Obama acaba de hablar para condenar el "puño de hierro brutal" de Irán.
La doble estrategia sobre la cuestión nuclear estaba bien hace un año y no está del todo mal ahora. Pero algo muy importante ha cambiado mientras tanto. La verdad es que la mejor posibilidad que tenemos de detener el avance encubierto de Irán hasta convertirse en un Estado nuclearizado es que se produzca un cambio en la forma de gobernar el país. Lo que todos esos iraníes desean es un sistema político más abierto a su pueblo y al mundo; un régimen en el que predominen los aspectos republicanos y representativos de la constitución de la República Islámica.
Un sistema así supondría, sin duda, un Gobierno más abierto a negociar con el resto del mundo y más dispuesto a respetar los resultados de dicha negociación que el actual. Es una vía con más posibilidades que la idea inverosímil de que China y Rusia acepten unas sanciones de la ONU lo bastante estrictas como para conseguir que este régimen inestable e hipernacionalista -que vive de utilizar las imágenes del asedio imperialista de Occidente- abandone su lucha encubierta para obtener armas nucleares, su apoyo al terrorismo en otros países, los secuestros, etcétera.
Sin embargo, algunas entrevistas recientes con altos cargos de la Administración de Obama dan la impresión de que prefieren explotar la debilidad del régimen iraní para ganar una ventaja mínima en la negociación nuclear, sin tener en cuenta todo lo que podrían avanzar si hubiera un cambio político. Están repartiendo mal las prioridades.
No podemos hacer gran cosa para contribuir de forma directa al cambio político en Irán, aparte de mantener abiertos los canales de información y comunicación, incluidos Internet, la televisión por satélite y las redes de telefonía móvil, de las que dependen los iraníes para contarse unos a otros lo que está sucediendo en su país. Pero, a través de esos mismos canales, los iraníes escuchan también con gran atención lo que dice Occidente.
Y, en este momento crucial, sería una vergüenza que lo que oigan esos iraníes que están arriesgando sus vidas por tener más libertad sea que "a Occidente sólo le preocupa la cuestión nuclear". Una postura que quedaría reforzada con fotografías de sus dirigentes entrevistándose con mandatarios europeos y norteamericanos para no hablar más que de ese tema.
Las palabras y las imágenes importan tanto como las acciones diplomáticas. A veces importan más, sobre todo cuando las acciones diplomáticas no están sirviendo de nada. En este momento, el mensaje que Europa y Estados Unidos deberían enviar a Irán es: "Estamos dispuestos a negociar, sin condiciones previas, con una gran nación a la que deseamos acoger de nuevo en la comunidad de naciones. Pero, mientras los gobernantes actuales de Irán traten de esta forma a su propio pueblo, mientras violen de manera flagrante los derechos humanos básicos y universales (no sólo occidentales) de sus ciudadanos, mientras la mano que nos tiendan esté recién lavada para quitarse la sangre de un manifestante, no tenemos ninguna prisa por estrecharla". Este mensaje estaría más de acuerdo tanto con nuestros valores como con nuestros intereses a largo plazo.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos, ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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