El secreto de 'Los Simpson'
En contra de quienes defienden que existe una mística inaprehensible en los éxitos televisivos, el triunfo pertinaz de Los Simpson -veinte años de entusiasmo agradecido de los telespectadores y displicentes elogios de la crítica- es relativamente fácil de analizar, aunque no tanto de reproducir. El creador, Matt Groening, y sus guionistas observan los rincones menos expuestos de la sociedad americana. La mayoría moral americana (que coincide casi con el censo), esa que aparece cincelada en las páginas de John Dos Passos, Sherwood Anderson o Cormac MacCarthy, no engaña: es incapaz de situar Afganistán o España en un mapa, rinde pleitesía a figuras de plexiglás como Oprah Winfrey y alberga a un inusual número de ciudadanos que creen a pies juntillas en la posesión diabólica o en el creacionismo.
Groening no inventó la materia prima, pero sí la forma de iluminarla. Lo hizo mediante amables arquetipos humorísticos sobre la familia (el descerebrado Homer, su paciente esposa Marge, la repipi Lisa, el gamberro Bart o las gorgónidas cuñadas de Homer), la educación (en manos del oportunista director Skinner), la economía dominada por el rancio villano Montgomery Burns o el fundamentalismo cursilón que encarna el vecino Flanders. Pongamos que Homer dice: "La vida es un fracaso tras otro hasta que deseas que se muera Flanders". El fondo es auténtico (el fracaso), la forma esperpéntica y el desenlace desgalichado. Risa segura.
Pero Los Simpson esconde otro truco brillante. La referencia matriz es la América real, pero los guionistas se las han apañado para que sus invectivas sean de aplicación universal. Cuando el corrupto alcalde Quimby propone cínicamente "¡Que el pánico nos guíe!" está revelando cuál es el impulso neural de casi todos los políticos desde Springfield a Singapur. Y en cuanto a las barbaridades, el patriarca Simpson tiene mucha competencia. Compárese un dislate de Homer ("No te entiendo, Marge, primero quieres que no lo compre y ahora quieres que lo devuelva. ¡Aclárate!") con esta frase del presunto filósofo Bruno Latour ("¿Cómo habría podido morir Ramsés II de tuberculosis si el bacilo no se descubrió hasta 1882?") o con ésta de Mariano Rajoy ("Lisa Simpson es la niña de Rajoy"). Puestos a decir disparates, los de Homer son mucho más divertidos.
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