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Columna
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Migraciones desconocidas

La globalización está intensificando los fenómenos migratorios, incluso en esos lugares donde el poder político levanta muros blindados para impedir el libre movimiento de la gente. Cuando se habla de muros algunos mencionan Europa, pero nadie que transite por un aeropuerto europeo, nadie que se dé un garbeo por Copenhague, Amberes o Vitoria puede aceptar seriamente el soniquete. Fuera de Europa, el mundo está lleno de regímenes resueltos a impedir el libre tránsito de capitales, mercancías y personas, algo muy peligroso para sociedades obtusas, encantadas de haberse conocido y que quieren evitar todo contacto con la libertad.

Fronteras blindadas son las del Estado de Israel, que lleva camino de perderse en el laberinto de su legítima defensa; pero fronteras blindadas son también las de Arabia Saudí, donde las criadas filipinas llegan con contratos de seis meses para que no se establezcan de forma permanente; fronteras blindadas son las de Japón, donde el porcentaje de habitantes de raza no nipona, al margen de delegaciones comerciales, es insignificante; fronteras blindadas son las de Zimbabue, donde Mugabe expulsó violentamente a los seiscientos mil blancos nativos; fronteras blindadas son las de Uganda, donde Idi Amin expatrió a miles de comerciantes indios que formaban una próspera colonia.

Pero la globalización avanza, a pesar de tantas dificultades, y revienta las costuras de las fronteras. En un fenómeno del que apenas tenemos noticia, varios millones de campesinos chinos se han asentado en África, especialmente en países como Egipto. Llegan en oleadas y emprenden actividades comerciales, en un efecto añadido al intenso desembarco que están realizando las empresas chinas en todo el continente africano. Por eso África, de forma aún indecisa, empieza a tener esperanza. Los chinos llegan libres de los complejos de unos europeos moralmente castrados. No buscan expiar antiguas culpas repartiendo cajas de tiritas, sino realizar inversiones, levantar infraestructuras, generar actividad económica. A la inyección de dinero productivo se le unen ahora contingentes de población emprendedora, que han salido de aldeas pobres y buscan progresar en una nueva tierra.

Los abultados rescates que hay que pagar cada vez que estólidos cooperantes, embarcados en picnics solidarios, reciben un baño de realidad no servirán mejor a las necesidades africanas que el mercantil atrevimiento de los chinos: inmigración de gentes laboriosas, inversión de capital, implantación de empresas, esas cosas a las que los europeos renunciaron hace tiempo, paralizados en el diván de su psiquiatra, demostrando cómo una civilización decadente se basta y se sobra para destruirse a sí misma, sin la ayuda de islamistas. Pero África consolidará muy pronto la esperanza y eso es lo que importa.

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