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Columna
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Chueca

Hubo un tiempo en que el de Chueca era un barrio de mierda. A pesar de sus nobles fachadas, sus cálidas calles y sus afables plazas, Chueca estaba hecho un asco. Con un vecindario envejecido sin capacidad ni empuje para emprender reformas y un Ayuntamiento sin luces para frenar el proceso de deterioro, los edificios y sus moradores entraron en una espiral de degradación que acabó convirtiendo aquello en un espacio marginal.

Para el común de los mortales Chueca llegó a ser un lugar a evitar, un territorio comanche infestado de camellos y esclavos de la heroína. Ni unos ni otros atrajeron a los homosexuales, la inmensa mayoría de los cuales, por aquel entonces, permanecía aún en las trincheras vergonzantes del anonimato. Sin embargo empezaron a frecuentar aquella selva donde su condición sexual constituía un aspecto menor que pasaba casi inadvertido.

El miedo a que el ambiente del barrio muera de éxito lleva a proponer cámaras de vigilancia

En poco tiempo este colectivo fue extendiendo su presencia en viviendas y locales comerciales. Compraban o alquilaban abordando reformas y abriendo negocios con un toque distinto. Su empuje ejerció tamaña presión que para los delincuentes, traficantes y yonquis la atmósfera se hizo irrespirable.

Chueca revivió. Pasó de ser la cloaca del centro a uno de los barrios con mayor personalidad y más vitales e incluso cotizados de Madrid. Todo un alarde de cirugía reparadora sobre un tejido urbano prácticamente necrosado. El florecimiento de Chueca disparó su potencial económico, su fama y la afluencia de público homo y hetero. Desde provincias alejadas a cientos de kilómetros se puso de moda fletar autobuses para respirar el ambiente de uno de los territorios más genuinamente gays de todo el continente.

Así hemos llegado al punto en que el éxito empieza a generar problemas. Allí se mueve mucho dinero y, según dicen los vecinos, ésa es la causa de que el Ayuntamiento lo consienta todo. No hablan sólo de que permitan beber en las aceras o del exceso de decibelios que no admiten en otras calles del centro. Hablan también de un incremento del trapicheo de droga en el que han caído varios tugurios que ya acumulan un buen montón de expedientes.

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La inseguridad preocupa además a los miembros de la asociación que agrupa a medio centenar de locales del barrio. Cada vez hay más delitos en la calle, más broncas y mas disturbios, por lo que reclaman recetas que impidan el suicidio de la gallina de los huevos de oro.

Tal es el miedo a que el ambiente de Chueca muera de éxito que proponen recurrir a las cámaras de vigilancia que han hecho fortuna en la plaza Mayor, los aledaños de Sol, y la Montera. La experiencia acumulada en esas zonas, donde el ojo que todo lo ve ha logrado rebajar el número de delitos, está disipando las reticencias iniciales a que vulnere la privacidad y convierta la ciudad en un inmenso gran hermano. Parece que la mayoría de los ciudadanos prefiere sentirse seguro en la calle aunque contraiga el riesgo de ser observado en pleno divertimento.

Bien es verdad que el de Chueca no es un barrio corriente y que en él concurren circunstancias especiales que pueden provocar la controversia que otros lugares han superado. Y es que, a pesar del enorme avance liberalizador de los últimos años en la conjura de prejuicios, aún no están del todo abiertas las puertas del armario.

A muchos homosexuales todavía les cuesta reconocer públicamente su condición y en consecuencia son fotosensibles. Allí van a ver y dejarse ver, pero no les gusta que les vean desde fuera. La instalación de cámaras pudiera retraer su presencia e incluso la de aquellos heterosexuales cuyo subconsciente mantenga un poso de temor a que, por alternar en Chueca, les tomen por gays. Los hosteleros temen que se pierda el carácter del barrio y los vecinos que el desmadre lo haga invivible. El Ayuntamiento debería tomar buena nota de lo que dicen unos y otros. Y hacer algo juntos antes de que Chueca reviente.

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