Las raquetas de nieve
A la vista de lo que está cayendo, que atemorizaría al propio Shackleton y hasta a una foca, me parece oportuno compartir mi recién adquirida experiencia en el uso de la raqueta de nieve: por si las moscas. Me he familiarizado con ese útil calzado, en cuyo empleo descollaron atabascanos y algonquinos. Ha sido durante una estancia en La Molina. Pasaba unos días muy felices, básicamente porque -el deporte está de luto- me he roto un ligamento de la rodilla y tenía la excusa perfecta para no esquiar. En el ínterin, mi hermana y su amiga Inés G. me invitaron a una excursión con raquetas. Me pareció una actividad de bajo umbral de riesgo adecuada para un pusilánime cojo y además me prometieron un brindis con Moët Chandon en el camino, en el cruce de la Comabella.
Inuk, Jack London y Blasphemous Bill se sorprenderían del nuevo diseño
De entrada, he de decir que me sorprendió el diseño de las modernas raquetas. De hecho pensé que eran otra cosa, no sé, trampas para castores o algo de Vinçon. Observé que han cambiado mucho desde las guerra indias, cuando los Rangers de Rogers, calzados con ellas, se enfrentaron a los franceses y a sus aliados iroqueses y nipissings en la, precisamente así llamada, Batalla de las Raquetas de Nieve. De hecho, Roger (y Inuk, y Jack London, y Blasphemous Bill, y el mismísimo Sieur de Champlain) se quedaría estupefacto con los artefactos de ahora, de aluminio y plástico y sin asomo de madera ni redecilla de cuerdas. Son complejas de calzar porque llevan fijaciones ajustables. Pero en apenas unas horas (!), ahí estaba yo, flamante, caminando por el empinado lateral de una pista dejando mi viril impronta sobre la blanca superficie con un sordo y orgulloso plof-plof. Iba cantando los célebres versos de Clancy de la Policía Montada ("In the little Crimson Manual/ it's written plain and clear/ that who would wear the scarlet coat/ shall say good-bye to fear"), sobre todo para acallar las pullas de los skaters, cuando empezó a nevar copiosamente. El problema con las raquetas es que 1) no puedes correr mucho con ellas puestas -así que procura no molestar a los osos ni a las esquiadoras-, pues podrías sufrir daños fisiológicos estructurales que los tramperos denominaban (¡lo juro!) mal de raquette, y 2) tampoco te las puedes quitar, porque te hundes. La única alternativa es aguantar estoica y esforzadamente, agachar la cabeza, apretar los dientes y seguir andando, a lo Scott de la Antártida.
Eso hice, y bajo la nieve y la adversidad me sentí renacer transmutado, extrañamente valeroso y feliz, rumbo a las majestuosas luces del Norte y la acuciante llamada de lo salvaje.
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