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Columna
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Problema constituyente

Como dejó dicho el viejo Friedrich Engels en el Anti Dühring, las cosas que se tiran por la puerta entran por la ventana. Y eso nos está pasando a los españoles con la definición de la estructura de nuestro estado. Nunca hemos sido capaces de coger el toro por los cuernos, es decir, nunca hemos sido capaces de dar respuesta al problema en sede constituyente, sino que en la Constitución hemos alcanzado una suerte de compromiso dilatorio y hemos dejado la solución del problema a normas infraconstitucionales, a los estatutos de autonomía. Nos ocurrió en 1931 y nos volvió a ocurrir en 1978. En ambos casos la Constitución se limitó a poner en marcha un proceso que debería acabar conduciendo a la transformación de un estado unitario y centralista en otro políticamente descentralizado, pero no definió en la propia Constitución el contenido y alcance de dicha descentralización.

La experiencia descentralizadora con base en la Constitución de 1931 tuvo una vigencia muy reducida y fue brutalmente destruida por la Guerra Civil y las décadas del régimen del general Franco. La experiencia construida a partir de 1978 ha tenido una suerte muy distinta. Se ha conseguido la territorialización completa del estado en 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas y en todas ellas se han celebrado, como mínimo, siete elecciones autonómicas en paralelo con las convocatorias de elecciones generales y municipales. Con la Constitución de 1978 no estamos, pues, en una posición similar a la que estuvimos con la Constitución de 1931.

Pero el problema sigue sin estar resuelto. Tras la celebración del referéndum del 28 de febrero de 1980 en Andalucía y la interpretación de la Constitución que se impuso con los Pactos Autonómicos de 1981, completados posteriormente con los pactos de 1992, que permitieron la incorporación del PP al consenso constituyente del que había estado ausente, pareció que se había alcanzado una suerte de compromiso de vigencia indefinida y en el que todas las nacionalidades y regiones podían encontrar su acomodo.

Pero este compromiso saltó por los aires en la segunda legislatura de gobierno del PP. Aunque no había dejado de haber conflictividad entre el estado y las comunidades autónomas, como la jurisprudencia del Tribunal Constitucional desde 1980 a 2000 atestigua, en ningún momento durante esas dos décadas se puso en cuestión el modelo de descentralización que se había ido construyendo. La única reforma que se contempló en esos años fue la reforma del Senado, para intentar cerrar jurídicamente la estructura que de facto teníamos. La reforma del Senado figuró incluso en el programa electoral del PP en 1996. Pero nadie propugnó en esos años una reforma del modelo de descentralización que se había ido trabajosamente construyendo.

Sería a partir de la política autonómica que puso en práctica el PP, una vez que obtuvo la mayoría absoluta, cuando la insatisfacción con la interpretación del compromiso alcanzado por parte del Gobierno de la nación empezaría a manifestarse de manera variada. En 2001 el presidente de la Junta de Andalucía hablaría por primer vez de la posibilidad de reformar el Estatuto en el debate sobre el estado de la comunidad y posteriormente vendrían las reformas estatutarias en País Vasco (Plan Ibarretxe) y Cataluña y todas las demás.

La canalización de una manera jurídicamente ordenada de estas reformas no ha sido posible durante la tramitación de las mismas y hay un alto riesgo de que la decisión del Tribunal Constitucional, que tendrá que se acatada, pero que puede no ser aceptada, acabe conduciendo a una agenda de naturaleza constituyente. Más pronto que tarde lo veremos.

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