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Columna
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Estamos gordos

Usted y yo estamos gordos. Incluyéndole en esta aseveración tengo un 50% de posibilidades de acertar, pues según la última Encuesta Nacional de Salud, la mitad de los adultos está obesa o tiene sobrepeso. Si usted es un menor (entonces voy a tratarte de tú) tienes una entre cuatro posibilidades de ser un gordo, uno de esos niños de nuestro tiempo que no hacen ejercicio, que regresan en autobús a casa para jugar al fútbol en la Play mientras comen sin remordimientos bollos, patatas fritas y toda clase de ricos alimentos industriales claramente pecaminosos para los más mayores.

Si usted (o tú) no está gordo puede dejar de leer esta columna porque trata de lo que la Organización Mundial de la Salud ha denominado la primera pandemia no infecciosa del siglo XXI. Pero cuando uno se encuentra pasado de kilos no le importa que también lo esté el resto del planeta (excepto, quizá, su pareja). El sobrepeso es un problema íntimo, no es sólo un exceso de volumen corporal, sino un edema anímico, una dolorosa hinchazón en la conciencia, una tara emocional.

En el gimnasio o trotando por la Casa de Campo o el Retiro uno se encuentra solo consigo mismo

Hace sólo cinco días que bajó la bola del reloj de la Puerta del Sol y, como cada enero, estrenamos kilos extra. Entre los tradicionales propósitos de año nuevo está la pérdida de peso, una determinación que, también muy tradicionalmente, se va poco a poco evaporando a medida que pasan los meses y asumimos la nueva cifra de la báscula con la resignación con la que aceptamos el aumento de velas en la tarta de cumpleaños. Sólo en primavera regresa la intención (probablemente también fracasada) de siluetearnos la figura con la dieta y el ejercicio de cara al exhibicionismo veraniego en playas y piscinas.

Sin embargo este año debería ser diferente. Desengañémonos, es intolerable no cumplir nuestro empeño de adelgazar. Cada día observamos a nuestro alrededor a amigos, compañeros de trabajo y familiares venciendo la gula, la desidia y el desaliento, perdiendo un puñado de kilos que les permiten recuperar o alcanzar por primera vez un aspecto mejorado. Y a nosotros (sí, a usted y a mí), ¿qué nos lo impide? Un estudio del King's College de Londres ha descubierto que la gordura no debilita la autoestima, sino que es la baja apreciación de uno mismo la que nos aboca a descuidar la alimentación, a abandonarnos físicamente y, en consecuencia, a engordar. Entonces... ¿se debe nuestro sobrepeso a una falta de amor propio? Quizá no sea para tanto. Es cierto que tenemos un montón de excusas para justificar nuestro perímetro extraviado: una rutina sedentaria al necesitar el coche para desplazarnos por un Madrid inmenso, la escasez de tiempo para cocinar de manera saludable o para ir al gimnasio... Pero lo que sí denota una falta de autoestima es no poner ningún remedio a la barriga, a la papada, a las cartucheras. Los que pelean por mejorar su figura (al margen de su salud) no sólo resultan atractivos por los efectos visibles de su disciplina sino, principalmente, por su fuerza de voluntad. Una persona es seductora cuando, en primer lugar, se gusta a sí misma. Quien se quiere invierte alguna de las preciadas horas entre el final de la jornada laboral y la cena en correr, en intentar seguir a la espídica monitoria de bodystyling o en levantar pesas en su casa. Muchas veces es más desmoralizante escuchar que los demás van al gimnasio que observar el tsunami de nuestras grasas. De la misma forma que el esfuerzo es más admirable que su resultado, la pereza es más fea que un michelín.

Quien haya hecho ejercicio regularmente conoce la enorme satisfacción que aguarda tras la ducha. Hacer deporte con amigos, jugando en equipo, brinda la recompensa del entretenimiento, pero cuando uno corre con cascos en la cinta de un gimnasio o cuando cuenta en voz baja las repeticiones de una serie de abdominales no está disfrutando del instante. Para la mayoría de la gente ese desgaste, ese cansancio muscular, no está envuelto en divertimento, como quizá lo esté una carrera tras un balón en un partido de fútbol. En el gimnasio o trotando por la Casa de Campo, el Parque del Oeste o el Retiro, uno se encuentra solo consigo mismo, con su cuerpo y con su mente, retándose, librando una batalla contra su cuerpo que seguro que ganará pero, sobre todo, imponiéndose en el pulso mental al gordo que no está dispuesto a ser.

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