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Columna
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Activar la demanda política

Josep Ramoneda

El discurso de fin de año del presidente Montilla bien puede considerarse el toque de corneta que marca el inicio de la campaña electoral. La mención de Montilla a las elecciones -acentos partidistas incluidos- debe servir de recordatorio y advertencia a los ciudadanos. Recordatorio de su responsabilidad, pero advertencia de que entramos en un año en que cualquier gesto, detalle o palabra será interpretada por el complejo político-mediático en términos electorales, es decir, se les supondrá un plus de interés partidario, todavía mayor del que acostumbra a tener lo que hacen y dicen. Que los ciudadanos hagan acopio de escepticismo y paciencia en un año en que todos irán a por ellos sin miramiento alguno, porque en la campaña electoral se cumple más que en cualquier momento el principio de Harry Frankfurt de que la verdad no es referente del discurso político.

La ciudadanía debería incidir en la campaña. Y forzar a los partidos a dejar los eufemismos 'atrápalo todo'

A los líderes de los países más avanzados cada día les resulta más difícil empatizar con la ciudadanía. No porque sean peores que los de antes, sino porque la sociedad ha cambiado a un ritmo acelerado y las instituciones políticas son las mismas desde el siglo XIX. La dinámica de la nueva sociedad cada vez reclama decisiones más rápidas, las instituciones siguen sometidas a lentísimos procedimientos que hacen que, a menudo, las respuestas lleguen cuando ya es tarde. Este año habrá elecciones. Los ciudadanos podremos tomar la actitud resignada de escoger entre los productos en oferta en el mercado electoral, que esta vez puede convertirse en un verdadero mercadillo, sin entusiasmo especial, como corresponde a una sociedad de un cierto grado de desarrollo educativo. Pero también podríamos hacer otra cosa: dar mayor intensidad a la demanda.

Que los entusiasmos del inicio de la transición derivaran en desencanto formaba parte del guión. La realidad democrática cotidiana, afortunadamente, nunca está a la altura de los sueños de los que salen de una dictadura, porque como todo el mundo sabe no hay mayor catástrofe política que la pretensión idealista de imponer los sueños a la realidad. Pero lo que quizá ya no era necesario era que la frustración -o dicho de otro modo, la cristalización de las relaciones de fuerzas después de la catarsis- derivara hacia un sistema más bien amorfo, de demanda débil, con escasa incidencia ciudadana en la conformación de la oferta política. Y, de hecho, fueron Felipe González y Jordi Pujol, hoy objetos de tanta melancolía, los que tuvieron el mérito de consolidar la normalidad, pero también el demérito de que se les fuera la mano bajando la temperatura hasta llevarla muy por debajo de la zona templada, hacia una democracia gélida. En Cataluña, con la alternancia, el proceso de reforma estatutaria creó cierto deshielo. Las frustraciones por un proceso mal iniciado y peor conducido han marcado la segunda legislatura del tripartito con dos catalizadores políticos importantes: la agudización de las contradicciones entre Cataluña y España y la consolidación de la independencia como proyecto político real. Dicho de otro modo, ha habido, por fin, una activación real de la demanda. La presión política desde abajo hacia arriba se está haciendo oír en mayor manera que durante los años en que el orden natural imperaba en Cataluña y los roles estaban perfectamente asignados.

De modo que, ante las próximas elecciones, antes de que los actores monopolicen el espacio público con sus ofertas, sería bueno que se dejara sentir la voz de la ciudadanía, aprovechando que los medios de la sociedad de la información tienen capacidad para sustituir la debilidad de las instituciones intermedias (o intermediarias) y la falta de permeabilidad de los partidos políticos. La ciudadanía debería incidir en la agenda de la campaña. Y forzar a los partidos a abandonar el territorio de los eufemismos y de las ambigüedades atrápalo todo. Los que estén por la independencia tienen que explicar cómo se llega a ella. Los que quieran seguir en España, tienen que decir cómo y de qué manera. Los que afirman que hay que plantear un cambio de las relaciones con España tienen que decir en qué términos. Los que prometan bajar impuestos -casi todos-, explicar cómo salvarán los déficits de la crisis, y no actuar con la impunidad de saber que van a desdecirse ya en el poder. Y los que tengan la honestidad de anunciar que los subirán -si los hay- que digan qué servicios darán a cambio. Y así sucesivamente. La primera fuerza de la demanda es la capacidad de obligar a la clarificación de la oferta.

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