La estación sin tren
Tras la guerra civil, la construcción de la primera sala de baile, que recibió el nombre de The Pavilion, los primeros hoteles para enamorados, los puentes que no permitirían nunca más que las islas se alejaran de la tierra, las líneas de ferry entre una playa y otra y aquellas diligencias que parecían traídas del Oeste ahora que había paz en Estados Unidos, todos nosotros pudimos trepar hasta el cielo dentro de un observatorio gigante, como si fuéramos a buscar habichuelas mágicas, y observar nuestros pies, tras un arco iris inmenso, la semilla invencible del Paraíso. Que finalmente había recibido el nombre de Coney Island.
Y entonces el siglo XIX voló enfrente de nuestra atónita mirada.
John McKane se libró de la guerra civil asegurando que era un extraterrestre
Había llegado El Futuro.
Lo había traído un niño que llegó a Coney Island cuando tenía un año. Hijo de los primeros irlandeses que empezaron a trasladarse a la isla atada por puentes, que hasta aquel momento había estado habitada, esencialmente, por granjeros holandeses. Pero llegaron los McKane con su hijo recién nacido llamado John y la isla, y el mundo, cambiaron definitivamente.
John McKane fue cazador de almejas y carpintero. Y se libró de la guerra civil asegurando que era un extraterrestre que no tenía nada que ver con los enfrentamientos humanos. Y mientras los demás luchaban, él se quedó en Coney Island a pensar en cómo sacar provecho de aquellas tierras cuyos arrendatarios apenas pagaban el dinero que necesitaban las autoridades para mantener el sistema escolar.
Y John McKane quería más. De modo que terminó la guerra, se casó con la conocida ciudadana Fanny Nostrand y se convirtió en un prominente constructor que comenzó a modificar el paisaje del Paraíso durante la posguerra.
Y luego habló con sus conciudadanos. Y les dijo: hay un vacío de poder que voy a ocupar, porque nuestra relación con quienes nos visitan no es todo lo provechosa que, en verdad, podría ser. Voy a convertir esta tierra de granjeros en otro lugar. Voy a hacernos ricos. Y la multitud tiró sus sombreros al aire aunque pensaron que, en realidad, ellos no querían ser ricos. Sino seguir viviendo como habían vivido hasta aquel momento. Pero ya era demasiado tarde. Los escandalosos irlandeses habían desembarcado en la isla con sus bailes típicos, sus golpes de tacón al suelo, sus canciones tradicionales, sus fiestas y su cerveza. Y a ellos, como a nosotros, la sala de baile The Pavilion les parecía chiquita. Y el observatorio de 50 pies para observar el cielo, entretenido. Pero querían más.
De modo que se armó una comisión que viajó a la Exposición Universal de Filadelfia de 1876 y compró La Estación Marítima de La Playa, la desmontó y la instaló en la esquina de la avenida del Surf y el oeste de la calle Ocho. Coney Island se estaba, finalmente, convirtiendo en el lugar que finalmente sería y que estaba escondido en semillas escampadas por sus calles con nombres de dioses marítimos y de sirenas.
Y así fue como comenzó todo.
Áquel era un mundo extraño en el que una vez se fundó la libertad religiosa, en el que años más tarde flotó una granja, donde se quiso hacer una salina como única empresa y en el que las tierras habían sido para bañistas y vacas. Una tierra magnífica que hoy estaba a las órdenes de un extraterrestre que no luchaba en las guerras terrícolas y que dijo: los voy a hacer ricos. Y, si no lo consigo, por lo menos, vamos a divertirnos.
¡Viva Irlanda!
Y logró así que Coney Island dejara de ser tierra comunal y se convirtiera en el único lugar del mundo en el que cualquier cosa es posible. Bailar en la carpa circense de The Pavilion, subir al cielo a buscar habichuelas mágicas dentro de una torre observatorio que tiene 50 pies de alto, sentarse frente a la playa en una estación de tren sin tren que han traído con maderas desmontadas desde la vecina Filadelfia y atar aquella isla única con puentes que parecen nudos y que la mantienen, firme y ya para siempre, en el Estado de Nueva York. Que en pocos años será uno de los lugares más poblados del planeta.
Pero hoy todavía no. Hoy crecen hoteles con forma de cubos para enamorados y las calles se llaman Surf, Neptuno, Sirena, Pez. Hoy un fotógrafo llamado Peter Tiylou construye con madera que en poco tiempo olerá eternamente a mar un estudio de fotografía que también es una tienda de trajes de baño y en el que además, los que se sientan nostálgicos, pueden tomar cerveza holandesa por el precio de cinco céntimos. Y eso harán los granjeros alemanes a partir de hoy. Visitar el estudio de Peter Tiylou, que comienza a conservar la memoria fotográfica de este lugar excepcional, tomar auténtica cerveza holandesa o comprar un traje de baño.
Porque poco a poco, aquí, vamos a mezclarnos los unos con los otros. Vamos a dejar de tenernos miedo. Esta tierra que empezó siendo de indios, luego de mujeres valientes, después de granjeros y en el que ahora se oye a todas horas el grito de ¡Viva Irlanda! va a ser después refugio de rusos que huyen del comunismo, tierra de eslavos, distracción de latinos y casa, hogar, refugio imperturbable de gente de todo el planeta que no quiere olvidar su infancia, ni las diversiones comunitarias ni la alegría.
Éste será un mundo antiguo que siempre nos parecerá nuevo. Porque en él, todos nosotros tendremos la increíble sensación de volver, de nuevo, a empezarlo todo.
Welcome to the amazing land of Coney Island.
Pasen y vean el pasado que no tiene miedo de ser siempre otro. Mézanse y recuerden a John McKane y su estación sin tren. Observen las primeras fotografías del lugar que tomó Peter Tiylou. Estremézcanse de nostalgia con los primeros trajes de baño. Y vuelvan a beber cerveza holandesa. Y no tengan miedo de que el tiempo se acabe y llegue un nuevo siglo.
No teman al agitado siglo XX. Porque en estos 100 años que están por venir Coney Island se convertirá en la memoria que todos, todos nosotros, habríamos querido tener.
No salgan nunca del Paraíso.
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