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Columna
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¿Y esto, quién lo paga?

Resulta curioso observar cómo, a medida que la crisis avanza, también crece la perplejidad de la población española en general (y de la valenciana en particular) al descubrir que todas nuestras acciones, por muy acertadas que nos parecieran en su momento, acaban teniendo, antes o después, un coste de mantenimiento. Naturalmente, muchos de los políticos que ahora ponen cara de sorpresa al constatar las millonarias secuelas de sus dispendios, ya lo sabían. A mí no me engañan. Lo que ocurre es que, de haberlas tenido en cuenta durante la época de las vacas gordas, hubieran acumulado serios problemas con sus potenciales electores. Unos electores que, a fuerza de propaganda, llegaron a creerse que, con un poco de suerte (y la ejecución del trasvase pendiente, eso sí) su enriquecimiento no tendría límites.

Y así, poco a poco, se fue poblando el territorio de despropósitos imposibles de mantener, cual si de una vulgar pirámide de Madoff se tratara. Un palacio de congresos en cada ciudad, dos universidades en cada provincia, un auditorio en cada pueblo, un polideportivo en cada esquina, una televisión insostenible. Y una ciudad de la Luz, una de las Ciencias, otra de las Artes, un Mundo Ilusión, y una Terra Mítica. Y un gran evento... y otro, y otro. Y unas cuantas fundaciones aquí, otras allá (lo más opacas posible a la Sindicatura y al Tribunal de Cuentas) sin objeto conocido. Y tres diputaciones sobredimensionadas, con asesores sin fin, y ayuntamientos manirrotos viviendo del urbanismo depredador. Y una larga lista de actuaciones públicas, a cada cual más irresponsable. Ése es el valioso legado que dejan nuestros dirigentes políticos, acumulado casi sin esfuerzo (por su parte) a lo largo de estos dos lustros de bonanza económica.

Si ustedes recuerdan, antes de que todo esto empezara; o sea, antes de que esa pandilla de financieros vendedores de hipotecas mostrara sus vergüenzas al público en general, y el castillo de naipes se derrumbara de manera tan rápida como estrepitosa, todos estos dispendios se guardaban en una caja herméticamente cerrada bajo la etiqueta de "chocolate del loro" y nadie quería hablar de ellos. Ni siquiera el ciudadano de a pie, a quién no le importaba demasiado el derroche siempre que a él le tocara algo en el reparto.

Pero ahora este mismo ciudadano, perplejo ante la dura realidad de sus bolsillos, contempla azaroso las costosas secuelas de tanto esplendor y saca las cuentas. ¿Quién mantendrá todo esto? se pregunta confuso, al tiempo que escucha a algunos dirigentes políticos ofrecerle rebajas de impuestos, con total impunidad, mientras levantan amenazadores una mata llena de tomates.

Él naturalmente no lo entiende. Pero los que se lo ofrecen, sí. En realidad todos los problemas relacionados con el mantenimiento, que tanto le angustian ahora como contribuyente, tienen una solución muy simple para ellos: ¡echar a Zapatero! Hágales caso y verá cómo, de inmediato, el dinero vuelve a derramarse a manos llenas por pueblos y ciudades.

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