Recuperar la política para el ciudadano
Vivimos tiempos difíciles y convulsos. Impredecibles. La crisis actual, que no es una pasajera tras la cual todo volverá a la normalidad, puede considerarse un hito histórico que certifica el final de una época: la del dinero fácil, la de la mentira bursátil y bancaria organizada, la del divorcio entre la vida real de millones de personas y la vida de ensueño de algunos miles de millonarios filibusteros enriquecidos de forma simplona. El actual sistema sociopolítico y económico sufre una crisis estructural que pone en evidencia lo que la política no hizo en los últimos años de bonanza económica y de crecimiento sostenido: no hubo muchas políticas medioambientales mantenidas y creíbles. Ni políticas sociales que atacasen la precariedad estructural del empleo y promoviesen acciones de garantía del sistema de protección social. Junto a esto, escasearon las políticas de apoyo a los países pobres y nos dedicamos a políticas educativas variables según el gobierno de turno que no estaban principalmente destinadas a lo necesario: formar conforme a los necesarios nuevos mundos económicos y productivos.
El actual sistema sociopolítico y económico sufre una crisis estructural
Al mismo tiempo que se sucede lo anterior, la opinión pública observaba una actuación de la política casi siempre desorganizada. Comportamientos improvisados puestos en evidencia en el foro mediático, lejos de las instituciones, protagonizando trifulcas generadas al hilo de la actualidad que sitúa a políticos en guerra permanente sobre qué es patrimonio público y ciudadano: su trabajo, su sueldo, su vivienda, su educación, su seguridad. Hasta la lucha antiterrorista, el propio ordenamiento jurídico e incluso el sistema constitucional de derechos y libertades que tanto costó conseguir.
La política, que ya desde la antigüedad venía destinada a ser la más noble de todas las tareas, deviene susceptible de convertirse en el más vil de los oficios y la ciudadanía observa abrumada el escenario de corrupción política que los medios de comunicación exhiben como una pandemia que todo lo invade y todo lo pervierte.
Y por si no fuesen pocas las cosas que descalifican la política y a los políticos, aparecemos retratados ante la opinión pública como sujetos maniatados y a disposición de estructuras de las que los ciudadanos no forman parte, que aún le son difícilmente accesible y sobre los que no tienen instrumentos legales de control como son los partidos políticos. Los políticos nos alejamos de nuestros representados y nos asomamos en su imaginario privado como sujetos que "viven de la política", calificados de ineptos y corruptos, que habituamos a poner por encima de nuestra actuación individual como representantes públicos el comportamiento decidido de nuestras organizaciones políticas e incluso de los grupos parlamentarios a los que pertenecemos.
De todos esos barros, vienen muchos de estos lodos. ¿Hay alguien de los que me rodean en la vida política que se extrañe de la lejanía ciudadana de la política? Me asombraría. Ni yo soy tan lista ni mis compañeros de la política tan tontos. Todos hemos sido conscientes y hemos viajado en el tren que nos ha llevado a esa estación del desprestigio, conocedores, aunque no convencidos, del viaje que estábamos llevando a cabo. Ante eso, partidos de rancio abolengo y otros más recientes, instituciones antiguas y con solera y otras más actuales nos hemos lanzado a actuar ante esa reacción airada de la ciudadanía que se hace pública en una encuesta sí, y en otra también. Con disposición de ingentes recursos públicos nos reunimos con los ciudadanos y nos sometemos a preguntas en foros distintos y medios de comunicación. Promovemos plegarias y hacemos penitencia de nuestros pecados ante la ciudadanía ideando e innovando nuevas formas de participación en la política y en la cultura de la política.
Sin embargo, y con la mayor de las humildades, me temo que esto ya no es suficiente para recomponer el matrimonio de la política y ciudadanía. Se requieren apuestas más sólidas que necesitan para explicarse algo más de las líneas que atentamente me proporciona este periódico. Lo resumo, debemos recuperar la política con mayúsculas que apueste por la construcción de una ciudadanía responsable, de hombres y mujeres libres, con derechos pero también con deberes, que no se limite a la reivindicación permanente sin justificar y sí a la exigencia continua de una gestión diligente de la cosa pública. Una ciudadanía que decide con criterio y que no se guía por dogmas y fanatismos sino por una conciencia de tener su destino en las manos para construir su futuro. Una política de altura que promueva la participación ciudadana pero que no la usará para eludir sus responsabilidades ni para ocultar sus carencias.
Una política liderada por políticos elegidos entre los mejores, que ganen su legitimación de puertas para adentro pero también para afuera de las organizaciones políticas a las que pertenecen. Políticas que no callen por miedo a los altos costos personales que le ocasiona la disidencia. Políticos con ética pública y privada, más auténticos, que reconozcan desaciertos y enmienden rápidamente. Políticas que ejerzan liderazgos fuertes, activos, que entienden las lógicas del mercado pero que no las temen. Políticos que se emocionen con cambiar la matriz energética y se ilusionen con un sistema tributario eficaz y teñido de "verde". Políticas que creen culturas, mundos y valores compartidos, que den cohesión a los pueblos y llenen nuestra arca de las alianzas para afrontar un futuro imprevisible y lleno de incertidumbres. Esos políticos existen, ¿quién de nosotros será el primer valiente en iniciar esa senda?
Rafaela Romero (PSE-EE-PSOE) es Presidenta de las Juntas Generales de Gipuzkoa.
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