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Adivinanzas electorales

José Antonio Viera-Gallo, que es una de las pocas personas razonables, equilibradas, ilustradas, que todavía quedan en la izquierda chilena tradicional, aconsejó a los dirigentes de la campaña de Eduardo Frei que no se dediquen a "satanizar" a la derecha.

Es un buen consejo, pero me parece difícil que sea verdaderamente analizado y escuchado por sus pares. ¿Por qué? Porque lo esencial de la campaña de la Concertación ha consistido en eso: en dejar a un lado el verdadero debate de las ideas, de los contenidos, de los programas de gobierno, y sostener que si no gobiernan ellos, que si no se unen todos, llega al poder la derecha, es decir, el cuco, el malo de la película. Es un argumento simple, de aparente eficacia, y la Concertación ha caído de cabeza en la tentación de este simplismo.

Siempre voté a la izquierda, pero en la coyuntura chilena de hoy, me siento obligado a cambiar
¿Más Estado? Mi respuesta es clara: mejor Estado y menos burocrático

Pero ya lo he dicho en crónicas anteriores: en una democracia moderna, desarrollada, la posibilidad real de alternancia en el poder es decisiva. De lo contrario, la sociedad estaría formada por ciudadanos que pueden gobernar y por otros que no pueden, vale decir, ciudadanos de primera clase o de segunda.

Algo parecido se planteó en los días de la elección de Jovino Novoa a la presidencia del Senado. Las cosas quedaron claras entonces, pero esta tendencia a creerse dueños del llamado progresismo, a arroparse, contentos y felices, en las banderas del pensamiento políticamente correcto, es un vicio ideológico, una tara del siglo XX que todavía, entre nosotros, no desaparece del todo.

Como podemos advertir, la palabra "izquierda" se ha transformado en una palabra mágica, una especie de escudo moral y mental. El uso de los nombres, en la Edad Media, condujo a una polémica que duró siglos: la de los nominalistas y los universales. Parece que nosotros, ahora, estamos en camino de resucitar el mismo y viejo dilema, pero sin darnos cuenta. Otra palabra que se ha vuelto complicada, ambivalente, peligrosa: la exclusión. Me alegro, personalmente, de que el PC chileno tenga una representación de dos o tres diputados en el Parlamento, pero no me alegro tanto de los pactos supuestamente instrumentales entre el centro y el comunismo que se han celebrado con el pretexto de combatir la exclusión. Hagamos algunas reflexiones que corren el serio peligro, en nuestro pequeño ambiente, de parecer perversas. Los socialismos reales del siglo XX, comenzando por la Unión Soviética, llevaron la práctica de la exclusión a extremos delirantes y criminales. Si usted estaba en desacuerdo con los regímenes imperantes, si usted era trotskista, socialdemócrata, zarista, corría el riesgo casi seguro de perder su trabajo, de ser encarcelado, de que sus obras científicas o li-terarias fueran censuradas, de verse internado en un hospital psiquiátrico. Era un fenómeno que alguien bautizó como "delirio lógico": si usted no estaba de acuerdo con el paraíso ideológico impuesto por los bolcheviques, usted tenía que estar enfermo de la cabeza. Era la exclusión como sistema, producto, hay que reconocerlo, de siglos de exclusión practicada desde el otro extremo de la sociedad. El resultado social fue terrible, dramático, y todavía no deja de manifestarse.

Pues bien, los comunistas chilenos tienen derecho a llegar al Parlamento con sus votos legítimos, pero tienen que decirnos algo sobre lo que sucedió, tienen que hacer alguna forma de autocrítica. Alguien declaró por ahí que aquellas cosas sucedieron hace muchos años, que ya no tienen auténtica vigencia. Y hasta nos aconsejaron, desde fuera, en un entremés internacional, que el Gobierno próximo incorporara al gabinete ministros comunistas. Es una deriva, una inclinación más o menos inconsciente y francamente extraordinaria. Estuve hace poco en Rumania, con motivo de la publicación en Editura Art de mi última novela, y escuché anécdotas escalofriantes sobre el periodo de Nicolae Ceaucescu. Nadie pensaba que el tema no fuera vigente, urgente, de una presencia dolorosa y no del todo resuelta en la vida diaria. Después, en un gran diario español, leí una entrevista a Vaclav Havel, ex jefe del Estado checo, notable ensayista y autor de teatro, disidente del comunismo en los años que siguieron a la invasión de su país por los tanques soviéticos, y decía en forma serena, grave, con su enorme autoridad intelectual: "El comunismo, que arruinó la vida de millones de personas..." ¿Historias del pasado, fantasmas reaccionarios?

El último invento retórico es que la campaña de Frei será una lucha contra "el poder del dinero". Es un recurso a la truculencia, pero no me convence nada. El Gobierno de Ricardo Lagos, el más constructivo y creativo de la Concertación, gobernó a través de un buen entendimiento simultáneo, siempre conversado, negociado, con las fuerzas del trabajo y de la empresa. Michelle Bachelet puso el énfasis del Gobierno suyo en la no exclusión de las mujeres y en la proteccióm social, pero, a través de su ministro de Hacienda, mantuvo un trato prudente, inteligente, con los sectores empresariales y financieros. En las grandes democracias modernas, en Alemania, Francia, España, el poder del dinero existe en gloria y majestad, pero controlado, contrapesado, limitado por las leyes, la opinión pública, los sindicatos, los partidos de izquierda. Son democracias criticables, susceptibles de reformarse, de perfeccionarse, pero nadie pretende volver a los lentos, paquidérmicos, insensibles Ogros Filantrópicos (para citar al poeta Octavio Paz) del siglo pasado. ¿Más Estado? Mi respuesta es clara: mejor Estado, y lo menos burocrático, lo menos autoritario que sea posible.

Supongo que mis lectores ya habrán adivinado por quién voy a votar en las elecciones del 17 de enero próximo. Siempre en mi vida voté por la izquierda o por la centro izquierda, por el no a la Constitución de 1980, por el no a Pinochet, por la Concertación, pero ahora, por una vez, en la coyuntura chilena de hoy, me siento obligado a cambiar. Lo hago a conciencia, después de meditarlo bien, y sin la menor hipocresía. Siempre he tenido un sentimiento de izquierda, pero el rótulo de izquierdista, el letrero, la aureola santurrona, no me interesan para nada.

Creo que el probable Gobierno próximo de Sebastián Piñera podría darle un impulso a nuestro desarrollo económico, que en los últimos años ha languidecido algo, sin provocar un retroceso en las conquistas sociales que ha logrado la Concertación. Por su lado, la Concertación tendrá cuatro años para reinventarse, como se dice ahora, proceso que no se puede alcanzar en tres semanas, y la Democracia Cristiana podrá volver a leer los textos fundacionales e inspirarse en ellos. La idea que lanzó Piñera en plena campaña de buscar apoyos transversales dentro del mundo de la DC no me pareció mala, a pesar de que fue rápidamente rechazada y por razones obvias. Ahora, sin ser un experto, observo que los electores apoyaron a personas del centro de la DC, esto es, al centro del centro, y esa tendencia también me parece interesante.

Por otra parte, no tengo la intención de integrarme a ninguna campaña electoral. Hago una campaña diaria, dura, a veces implacable, por seguir leyendo y escribiendo, por mantenerme atento a la evolución del mundo de hoy, y les aseguro que la lucha no es en absoluto fácil.

Estuve hace poco en Lima y se me acercaron jóvenes universitarios. ¡Qué vigente está usted!, me dijeron. Tuve la sensación curiosa de que había ganado mis elecciones personales, y me sentí contento y tranquilo, con la conciencia en calma.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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