Los hombres blancos de Bernardí Roig
"Hay que afilar la mirada hasta pulverizar los límites de las apariencias", afirma el artista, que expone en Valencia y Nueva York
El año en que nació Bernardí Roig (Palma, 1965) se cosechó el último vino del lagar que alberga su taller en Binissalem, tierra de piedra y viñas de Mallorca. El artista Roig habita en un caserón de propietario rural, a dos pasos del gabinete que desnudó y blanqueó completamente. Trabaja sin colores, dibuja, filma, lee, escribe o modela en la ex bodega urbana, el celler de Can Ximarró, de tres siglos, con aires de capilla gótica por arcos altos. En la factoría, castigados cara a la pared, sus agobiados hombres blancos, los roig, sus esculturas-personajes níveos, fluorescentes, humeantes o que echan fuego por los ojos. Además, se ven maquetas e instalaciones y un pinocho, un cráneo, neones, una cornamenta de ciervo y un cuadro del cerdo desollado de la matanza familiar. "No me creo escultor, sólo hago imágenes, y considero una imagen como un incidente en el umbral de visibilidad, como un coágulo de experiencia incomunicada que nace de la espuma del inconsciente", afirma este autor que se apoya en muros de libros, fascinado por el escritor Thomas Bernhard, cuyas últimas geografías recorrió. El IVAM exhibe hasta el 31 de enero Shadows must dance, el diálogo en contraposición de sus piezas que ubicó ante grandes obras clásicas de la colección de Ca'Pesaro durante la última Bienal de Venecia. Hasta el 10 de enero de 2010 está abierta su exposición Pierrot le Fou is dead en la galería Claire Oliver de Nueva York, y a lo largo de 2010, con motivo de la presidencia de España de la UE, intervendrá con siete esculturas de tamaño humano en un parque de Bruselas; será Surt de s'amagatall (Sal del escondite) (Blow Up), evocación de la película de Antonioni sobre una novela de Julio Cortázar: un fotógrafo descubre en una instantánea el rastro del cadáver en un bosque. Un saco de boxeo cuelga del estudio donde tras la puerta hay un teléfono de apariencia vetusta, negro y de rueda, que suena y se usa. En la caja blanca y en su casa grande todos los teléfonos son iguales; los apellida de la Stasi (por la policía secreta de la ex RFA, comunista). Bernardí Roig se camufla con viejas gafas redondas y perilla en cierta estética quevedo. "Sin romanticismos" se reconoce en su prehistoria de jugador profesional, para salir cada día con 30 euros en el bolsillo del casino de Madrid en alianza con una coleccionista. En otra dedicación de necesidad, fue "segurata" vigilante. "Hay algo de lo que vemos que siempre nos conduce más allá de lo que vemos. Hay que afilar la mirada hasta pulverizar los límites de las apariencias", resume Roig su imaginario y hace botar una cabeza-pelota de silicona, una obra futura, sacada del molde de la testa de su padre.

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