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Columna
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Desafecciones

En la caldeirada de la creciente desafección catalana en relación a España se mezclan muchos ingredientes: desde la generalizada percepción de lo que allí se llama expolio fiscal, a la ausencia del AVE Valencia-Barcelona, pasando por la reclamación de la gestión del aeropuerto del Prat o la denuncia de los déficits del metro de Barcelona y los trenes de cercanías -ominosamente comparados con las generosas inversiones realizadas en Madrid- y, por supuesto, la controversia sobre si Cataluña es o no una nación. El editorial conjunto de la prensa catalana y las recientes consultas acerca de la independencia no pueden sino leerse como una advertencia al desacreditado Tribunal Constitucional.

El elector nacionalista ve cómo su formación deja de acompañar los cambios sociales y culturales del país

Tal vez el federalismo sería, dada la plural tesitura de España, la respuesta lógica y ordenada. Pero el único federalista sincero en el poder ha sido Pasqual Maragall y ya ven de qué le sirvió. Al entonces presidente de la Generalitat se lo cargaron en un sofá, fumando un puro, Rodríguez Zapatero y Artur Mas. Fue una imagen que dio origen a muchos chascarrillos. Es de suponer que los dos respiraron hondo y tragaron el humo. Uno intentaba aplacar a la España que se negaba a tomar cava catalán como si fuese un delito de lesa patria y el otro suponía que muerto el perro se allanaba su camino a la Generalitat.

El federalismo, es un hecho, carece de seguidores. Lo lógico sería que el PSOE (y por supuesto el PSdeG) apostase por ese modelo pero en un tiempo en el que se gobierna a base de encuestas tal cosa es inviable. De hecho, las publicadas el día de la Constitución reflejan el creciente resentimiento de esa opinión no sólo de derechas que se alimenta cada mañana con las jaculatorias acerca de la disolución de España, servidas en la prensa madrileña a la par con el café con leche y la porra. Es una gente a la que se le pone los pelos de punta nada más leer "Xunta" o "Generalitat". En ausencia de una cultura federal, de un sentido del pacto y del acuerdo entre las partes, un cierto porcentaje de electores vuelve a añorar el centralismo.

En ese caballo se ha montado Rosa Díez. Es cierto que el equino lo han espoleado sobre todo Aznar y Esperanza Aguirre, que han situado al neo-nacionalismo español en el centro de su estrategia de desgaste de los socialistas, pero ahí es dónde ha visto UPyD su hueco de oportunidad. Ese es el segundo tipo de desafección que es posible registrar hoy. Tiene un poder que no hay que minusvalorar: el de los afectos e instintos basales de la sociedad española alimentados cada día por la demagogia de la caverna mediática madrileña.

Esta desafección tendrá efecto en Galicia. Se suele repetir que la política lingüística de Núñez Feijóo vino dictada por el temor a que UPyD les robase ese porcentaje exiguo, pero decisivo, que les podría dar la mayoría. Algunos afirman que el presidente piensa que en Vigo y A Coruña certificar y espolear las tesis de Galicia Bilingüe sale electoralmente rentable. Si es así el discurso de la españolidad reactiva se seguirá haciendo fuerte frente a un nacionalismo que juzga fácil de batir. En una estrategia de dos tiempos, cuando llegue el momento Núñez Feijóo intentará hacer de la metonimia su principal argumento (el PSdeG gobierna con el BNG, ergo es un lobo con piel de cordero).

La escuela de Aznar y Francisco Vázquez parece haberse trasladado desde María Pita a San Caetano. Como el que avisa no es traidor, sugiero que en alguna agencia de comunicación madrileña se está preparando en estos momentos la segunda vuelta del clímax que rodeó la pasada campaña electoral. Estará fundada en lo que Manuel Castells llama la política del escándalo -una variante de los Audis y el yate- y la denuncia de los peligros del nacionalismo y de todo galleguismo, salvo el cordial que es el que se practica en la intimidad, como un vicio inglés. Sería bueno que sus oponentes estuviesen preparados para cuando les chorreen las acusaciones desde todas las esquinas pero ¡Jesús! esta gente nunca aprende. En Galicia la derecha se toma el whisky sin complejos y hace lo que quiere con toda la alegría del mundo. La izquierda, acomplejada en su diván, disimula, para no ofender a los mismos que la toman por el pito del sereno.

Con todo, la desafección más contante y sonante que es posible registrar hoy en Galicia es la del elector nacionalista, no con España sino con la organización que le representa. Hace ya mucho tiempo que el nacionalismo ha dejado de saber acompañar los cambios sociales y culturales del país, encerrado como un caracol en la complacencia con sus errores. Carece de un guión plausible que lo oriente y es muy comprensible la ansiedad de aquellos que temen que esté al borde del abismo, pues en efecto lo está. El problema es que el desfase y desconexión con un mundo que va más rápido que ellos no es sólo el de una organización ensimismada sino el de buena parte del mundo que representa. Esa es su auténtica dificultad.

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