Cataluña desde Euskadi
Los nacionalismos en el País Vasco y Cataluña, pese a los rasgos que comparten -no menores que sus diferencias de naturaleza-, han tenido a lo largo del tiempo un pulso distinto, desacompasado. También en la etapa más cercana, con algunas excepciones señaladas: la carrera de 1978-1979 por ser los primeros en aprobar el Estatuto o la efímera acción concertada que se quiso ensayar en 1998 con la Declaración de Barcelona para relanzar la especificidad de las "nacionalidades históricas" con una orientación confederal. Ese latido asimétrico, atento sobre todo a las circunstancias particulares, se ha repetido de nuevo con motivo de las consultas independentistas celebradas el fin de semana pasado en 166 localidades catalanas.
Las realidades sociopolíticas complejas rechazan soluciones simplistas
Del mismo modo que desde Barcelona se siguieron con más curiosidad que interés las iniciativas del Nuevo Estatuto autodeterminista y la consulta de Ibarretxe (actitud correspondida por el PNV respecto al Estatut de Maragall y Mas), la ebullición independentista creada con motivo de los referendos alegales, en contra de lo que cabría esperar, no ha tenido una repercusión apreciable en las filas nacionalistas de Euskadi. Enfrascados sus representantes en las urgencias del momento -el PNV en recuperar el poder autonómico perdido y la izquierda abertzale en volver a la legalidad sin tener que verse obligada a romper con ETA-, han contemplado el experimento catalán con distancia, y, una vez consumado su fracaso, con suficiencia. Esta ha sido la actitud del PNV al considerar poco realista unas consultas sin validez jurídica que preguntaba sin velos por la creación de un Estado catalán independiente y reafirmarse en la vía teológica y engañosa de Ibarretxe de preguntar por el derecho a decidir cuando se quiere decir derecho de secesión.
Sin embargo, el nacionalismo vasco puede extraer muchas consecuencias provechosas del ensayo catalán. Por ejemplo, la limitada capacidad que tiene el resorte de la consulta, en contra de lo que sostiene la doctrina soberanista, para alterar realidades sociales consolidadas en sociedades democráticas. El magma promotor de los referendos eligió para hacerlos las plazas más propicias -lo que sería en Euskadi el llamado territorio Udalbiltza- y amplió el censo de votantes a los jóvenes de 16 y 17 años y a los inmigrantes empadronados. A pesar de tales licencias y de contar con la ventaja de que los participantes sabían que su voto salía gratis y no hubo campaña por el "no", la participación sólo alcanzó el 27,2% de los electores convocados, si bien el porcentaje de votos afirmativos alcanzó el 94,4% de los emitidos.
Si se corrige la tasa de participación registrada con la circunstancia de que las consultas no se celebraron ni en las cuatro capitales ni en las principales ciudades, nada permite afirmar que los referendos sean manifestación de un notable aumento de la pulsión independentista en Cataluña, que las encuestas suelen situar entre un 20 y un 30% de la población. Lo significativo es que sus promotores sí creyeran que ese sentimiento había experimentado un fuerte incremento, hasta el punto de arriesgarse a contrastarlo con la realidad, aunque fuera de forma ventajista. La tesis de que la emergencia de plataformas tiene su causa en la frustración por un posible recorte de los aspectos más nacionalistas del Estatut de 2006 por el Tribunal Constitucional no parece demasiado plausible, por más que agrade a los oídos de Convergència y ERC, cuyos líderes se sumaron cautelarmente a la movilización, y a algunos del PSC. Eso sería como afirmar que el rechazo por el Congreso del Plan Ibarretxe hizo aumentar el sentimiento independentista vinculado a la izquierda abertzale.
No parece que los obstáculos a un mayor incremento de la autonomía alimenten a quienes de partida, por un cambio generacional explicable, ya están convencidos de que su opción es la independencia. Sin embargo, éstos sí se pueden ver reforzados si quienes apostaron por la fórmula estatutaria, que es la que ha dado resultado y forma tanto a Cataluña como a Euskadi, se dedican por cansancio, aburrimiento o inaplicación de sus expectativas políticas a la tarea de desprestigiarla. Quien dramatiza con la supuesta desafección hacia España que causaría una sentencia recortadora del Estatut da pista para que personajes populistas como Joan Laporta se suban a la hipérbole y proclamen que "están matando a Cataluña" con el propósito de ponerse al frente de la procesión soberanista. En los próximos meses se verá si, después de fracaso cosechado, el movimiento magmático de las consultas es capaz de articularse en una propuesta electoral sólida que altere el sistema catalán de partidos en las elecciones autonómicas del próximo año.
Mientras tanto, en Euskadi, con su ritmo particular, el Euskobarómetro de noviembre repite sin apenas variaciones la imagen que resulta de la serie de consultas a la que es sometida cada poco la sociedad vasca: que el 72% de los encuestados está básicamente satisfecho con ese Estatuto de Gernika que algunos dieron ya por difunto hace más de una década; que por la independencia se inclina el 21%, y que la autonomía es la primera opción respaldada por la mayoría (41%), seguida del federalismo (31%), fórmula curiosamente preferida por el grueso de los votantes de un PNV (43%) que aboga por soluciones confederales y autodeterministas.
Las realidades sociopolíticas complejas, como son las de Euskadi y Cataluña, rechazan remedios simples reductibles a un sí y un no. "La nuestra no es la época de la independencia, sino la del federalismo, la subsidiariedad y las identidades múltiples", concluye Xabier Zabaltza en un ensayo recientemente publicado. Se titula Nosotros los navarros (Alberdania. 2009), pero sus reflexiones son muy recomendables también para los vascos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.