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Columna
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La sangre

Nada hay más íntimamente humano que la sangre. Cuando vemos a un individuo con la cara desencajada, brotándole del rostro ese pegajoso líquido rojo que nos iguala a los perversos y a los inocentes, a los príncipes y a los mendigos, todo lo que el agredido representa públicamente se borra para mostrarnos sólo aquello que nos iguala como seres humanos, la vulnerabilidad, la sorpresa ante la violencia inesperada.

No todo el mundo lo siente así. Sé que hay personas decentes que justifican la violencia contra el que ha abusado hasta límites insostenibles de su poder. Estas personas negarían estar de acuerdo con la tortura por parte del Estado pero son condescendientes, sin embargo, cuando ese tribunal espontáneo que es el pueblo le da su merecido en la calle a un individuo que vulnera a diario los derechos ciudadanos y se ha coronado peligrosamente como cabeza visible de todos los poderes del Estado. Si se le parte la cara, hay quien razona aunque sea de manera errónea, es como si uno estuviera acabando con la política que representa.

Hay otro grupo que se mofa de la violencia cuando ésta afecta, por supuesto, a un contrario. Esa reacción me es totalmente ajena, me repele. Tal vez porque un chiste cruel sólo puede darse cuando existe un grupo que lo celebre. Detesto la cobardía del grupo. Tampoco entiendo que los periódicos aireen esas páginas que cuentan el chiste: les dan alas. Las mentes más templadas saben que la historia no avanza gracias a la violencia; demasiados ejemplos hay que demuestran que la sangre y el insulto sólo tienen la virtud de encender la mecha callejera. Los acólitos del agredido, Berlusconi, ya están reaccionando con furia. ¿No sería el momento de que la izquierda italiana reflexionara sobre el porqué de su irrelevancia y el porqué del reiterado triunfo en las urnas de este personaje?

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