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Columna
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Buenas intenciones

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, el presidente Obama ha recurrido a ejemplos facilones para argumentar su defensa de las guerras justas. A Hitler no le hubiera detenido la diplomacia, afirmó. Tiene razón. Pero luego, de propina, añadió que América nunca le ha declarado la guerra a una democracia, y ahí le faltó añadir un adjetivo. Porque América nunca le ha declarado una guerra limpia a una democracia, pero ha pagado, planificado y sostenido muchas guerras sucias para acabar con otras tantas democracias. En Latinoamérica lo saben muy bien, y no son los únicos.

Una corriente muy extendida defiende que el presidente de Estados Unidos merece que se le agradezcan sus buenas intenciones, desdeñando ese refrán que advierte que el diablo las usó para empedrar el infierno. Quizás porque sus intenciones no eran exactamente buenas, sino amargas, Herta Müller, a quien, en teoría, se le ha concedido el Nobel de Literatura por llevar toda su vida diciendo lo mismo que dijo la otra noche en Estocolmo, ya ha sido etiquetada como la bruja antipática de esta edición. Que no es tan buena escritora, he oído decir a algunos, incluso. Como si la hubieran leído. O como si Obama fuera un buen pacifista.

La dictadura de Ceausescu, que convirtió a Müller en una escritora poco simpática, fue una consecuencia directa de la victoria aliada en la II Guerra Mundial. Obama sigue teniendo razón en que Hitler no se habría rendido por las buenas, pero eso no justifica que sus buenas intenciones sean tenidas en cuenta ni, mucho menos, premiadas. Aunque sólo sea porque jamás, en toda la historia de la Humanidad, ha existido un solo jefe de Estado que, al emprender una guerra, haya declarado una intención distinta a la de obtener paz, seguridad y prosperidad para su pueblo. Y como ejemplo, sin ir más lejos, sigue valiendo Hitler.

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