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Columna
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El museo

En la cumplida dotación de nuestra ciudad, el museo por antonomasia es el Prado, faro esplendoroso -de alto consumo, eso sí- para atraer a una masa de visitantes que da la impresión de vivir entusiasmada por la cultura, al menos en su expresión plástica. No sé si será genuina esa amalgama de gente de toda edad, color, condición y origen que, con mucha frecuencia, soporta largas colas para pasear entre las obras maestras. La cultura, en estos casos, precisa de excelente condición física y, cuando se dispone de tiempo tasado, recorrer estos palacios supone un esfuerzo que sólo puede soportar la edad moza. Ganará el espíritu, sin duda, pero acaba uno hecho polvo y con síntomas de tortícolis.

Vi a un pequeño pegar un chicle en el reborde del marco dorado de Felipe IV cazador

Tengo un buen amigo, afecto a la estructura administrativa del Museo del Prado, amante y conocedor del mismo, a quien disgusta su éxito popular. "La preservación de la cultura", dijo más de una vez, "es asunto de minorías expertas, no parte de un programa turístico. Envidio a los que se dedican a la música, la buena, la clásica, la moderna incluso. Las salas o teatros donde se dan conciertos tienen un aforo infranqueable, la gente está sentada, hay pocas posibilidades de que alguien deje pegado un chicle en los bajos del piano o en el reborde del trombón". Le hice notar que aquella actitud era bastante incorrecta y me mandó a freír monas, en lugar de a otro sitio menos fino.

Hace unos años, quizás 20, en pleno fervor populista y generoso con las maravillas que han fabricado otros, hice una visita y, en efecto, comprobé que los amplios pasillos centrales estaban recorridos por pequeños grupos de jubilados a los que parecía emocionarles poco las pinceladas de Velázquez o Rubens, porque iban charlando de sus cosas como si estuvieran esperando turno en la petanca. El museo está calentito en invierno y muy fresco en verano. Al reclamo de la cultura para todos, discurrían familias al completo, con niños que correteaban ante la mirada impotente y disgustada de los celadores. Vi a un pequeño, efectivamente, pegar un chicle, ya insípido, en el reborde del enorme marco dorado de Felipe IV cazador.

Nunca me atrevería a postular en público el elitismo o la singularidad de los tesoros del arte porque, ciertamente, es un patrimonio general, pero me sumo a quienes postulan unos conocimientos básicos para acceder a cosa tan frágil como la belleza, sea enmarcada o sobre un pedestal. Me dice otro experto que la mayoría de los menores que visitan en manada el recinto no tienen ni la menor idea de quién fue Goya -aparte de una calle y una estación de Metro-, ni Rafael, Leonardo, Zurbarán o El Greco, y sin un breve conocimiento histórico la contemplación de esas maravillas tiene menos efecto que la camiseta de Cristiano Ronaldo subastada entre estudiantes de Secundaria.

No es de conocimiento popular que debamos el noble espacio del museo a una reina, que tuvo muy poca suerte; el pueblo, ingenioso y cruel, ya la había definido cuando llegó para casarse con el impresentable Fernando VII: "Fea, pobre y portuguesa, / ¡chúpate esa!". Eran ciertas dos de las atribuciones, pero la infeliz duró poco en el incómodo trono español, sólo dos años, tras una cesárea de nacido no varón.

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A la reina le gustaba la pintura y ella misma agarró con modestia los pinceles, y a esa afición debemos que apoyara los deseos de algunos artistas para que el palacio construido para albergar las ciencias naturales se convirtiera en la sede de la pintura. La transitoria soberana se lo pidió al berzas de su marido, que accedió, y el edificio proyectado por Juan de Villanueva se transformó en lo que es hoy, sin la presencia de su promotora, que, dijimos, murió de sobreparto. Pero, contrariando la afirmación popular, no era tan impecune, por cuanto dejó una considerable suma para mantener la fundación. Este gesto no tiene el reconocimiento general; eso ya le importará un pepino a la poco agraciada y simple princesa de Braganza, de tan infeliz destino.

Tengo la impresión personal de que la baza de El Prado no se echó sobre el tapete autocomplaciente en la socaliña de los Juegos Olímpicos. O fue deficientemente jugada. Creo que muchos madrileños consideran a este museo como a la tía anciana y rica a la que deberían visitar a menudo pero lo van dejando de un lustro para otro.

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