El cantante proscrito
Quique González ha decidido seguir su propio camino, como un artesano, tras pelearse con las multinacionales discográficas que tratan la música como un producto de consumo
Sucedió como en una de sus canciones: apostó 10.000 al amor y ocurrió. Unos años antes, alrededor de 1998, pronunciar el nombre de Quique González en Madrid era como desvelar una clave secreta. "No siempre estoy dispuesto a vivir frenando en casi todas las curvas". Salían estas palabras de los altavoces, y en las pequeñas salas de fiestas, los adeptos a la secta se saludaban, pese a no conocerse. De vista sí. De andar de concierto en concierto.
Ahora, el músico se sube a un utilitario aparcado detrás del Ayuntamiento de Santander. "No es por nada, de verdad, pero ¿podemos quitar la música?". Quique González decide silenciar su octavo trabajo. Ese nuevo cóctel de alegría y amargura que bautizó Daiquiri blues no resulta el mejor desayuno para una mañana lluviosa de noviembre. "Prefiero que pongáis la radio, ahí es imposible encontrarme". Fuera de contexto se escucha un último verso: "Los grifos que dejas a medio cerrar". Entonces, el chiquillo de 36 años abandona en el asiento trasero del coche los recuerdos de sus 13, cuando jugaba al fútbol en las secciones inferiores del Real Madrid; y transforma el gris de la mañana en un blanco y negro de vuelta atrás cinematográfica.
"No quiero llegar a un concierto pensando que hay un tío en cualquier parte del mundo ganando dinero por no hacer nada"
Sí. Sucedió como en una de sus canciones. "Todo fue una broma, pero me cambió la vida. Visita al Valle del Pas (Cantabria). Un restaurante. En la pared, la fotografía de una casa en venta. "Decidí, de pronto y sin saber la razón, que mi novia almorzaría con un falso agente inmobiliario. Me salió sin pensarlo: 'Si quiere verla hoy mismo sólo tiene que decirlo'. No habíamos terminado el postre y ya estábamos allí. A la semana siguiente fui al banco, y dos días después, la casa era nuestra". Y allí se ha quedado, como en una de sus canciones: "Soy veraneante accidental en la ciudad del viento. Subo la montaña que se oculta tras el vuelo de tu falda". Eso sí, la mujer de este poema ya no es la misma.
Entre verde y niebla, sobaos y pasiegos, amigos y nubes. El que era casi un símbolo de Madrid, de la noche de Madrid, de los pequeños locales asaltados a golpe de acústica y armónica. El de las peregrinaciones de fieles incondicionales, el heredero de Antonio Vega y Enrique Urquijo, el "obrero de la música" dispuesto a satisfacer todas las peticiones de Madrid, dejó Madrid. ¿Misantropía? ¿Huida de algún fantasma? ¿Hartazgo? No. "Simplemente, ocurrió. De acuerdo, nací en Madrid. Mi barrio es el de San Juan Bautista. Me gusta mucho Madrid, pero esto no tiene precio. Son las consecuencias maravillosas de un momento. De una broma que termina siendo muy seria".
En un camino casi a ninguna parte, a unos 45 minutos de Santander, sin vecinos, sin ruido, sin teatros ni público, se ha establecido el letrista y el músico que tiene querencia enamoradiza por la Gran Vía. "¿Cuándo vas a venir otra vez por aquí? Cuando gire el poniente en tu pelo". Así lo explica en su Daiquiri triste.
El terreno es tan extenso que hasta puede pasearse entre álamos plateados alineados en una geometría de altura y perfección. La casona de tejado a dos aguas está tomada por obreros. Hay que modernizarse desde 2005 cuando decidió la mudanza. Da igual. Blanca y reluciente se presenta la furgoneta comprada en Alemania, pero de fabricación estadounidense, que más que una furgoneta es una vivienda ambulante en la que el músico habita y compone de cuando en cuando. Pero no. Ahora no estamos en la sala de estar de ese vehículo que González conduce al tiempo que escucha discos de orfebrería importada.
Ahora está en el asiento de atrás de un coche en Santander y asegura que jamás le escucharemos en la radio. Y es complicado comprender que un artista de su talla, de su talento, sea un proscrito. Aunque no, perdón, no es tan complicado. Quique González no se calla. Batalla, lucha y dice lo que tiene que decir. Tanto, que se ha peleado prácticamente con todas las multinacionales del asunto melómano que vieron en él un buen negocio. "No quiero ir en una furgoneta y llegar a un concierto pensando que hay un tío tomándose un gin-tonic en cualquier parte del mundo, rascándose la barriga y ganando dinero por no hacer nada. Para mí, el que tiene que ganar la pasta es el que va en la furgoneta. Para mí, no ha sido una pose todo esto. Sé que voy a seguir grabando canciones, y si no me he bajado los pantalones hasta el día de hoy, no lo voy a hacer en adelante. Me ha tocado así. Las cosas que no considero justas no entran en mi mundo. Y no sólo hablo de las discográficas. También de Internet. Si la música tiene que ser gratis, pues que lo sean los taxis y el menú del restaurante de la esquina y la ropa que está colgada de las perchas de una tienda. Me parece que no se le ha explicado bien al público el proceso de grabar un disco. Es una aventura de dos años, desde que compones las canciones hasta que tienes el disco terminado, y es un camino en el que colabora muchísima gente. Los discos no salen solos. Eso es algo que no piensan muchos delante de un ordenador".
Su forma de ser podría denominarse como actitud. Eso se llama dar argumentos y, al tiempo, granjearse una fama de díscolo que no le gusta nada a la industria. Pero Quique González prefiere saltárselo a la torera. Él compone y graba. El sistema de promoción casi controlado por las multinacionales le ningunea. Resulta prácticamente imposible escucharle en una radio o en una televisión. Pero él pasa. Hace su maleta, coge su guitarra y se sube a un avión que le lleva a Nashville (Tennessee, Estados Unidos), esa ciudad que para muchos representa la catedral de la música popular. Y se convierte, prácticamente, en uno de los primeros artistas españoles capaces de hacerles un corte de mangas a los poderosos trabajando con unos músicos más que poderosos. Y con la mayor independencia que ha podido conseguir. "El disco me ha costado 19.000 pavos. Es el trabajo más barato que me ha salido en mi vida y encima con una gente alucinante. Es menos que el presupuesto que tenía para grabar mi disco anterior. He ganado dinero el año pasado tocando y lo he reinvertido en esto. Me parece de justicia para la gente que lo escucha. No voy a forrarme con Daiquiri blues, a estas alturas estaría loco. Pero es la forma de volver a ponerme en marcha. De volver a salir de gira".
Allí, a pocos kilómetros de la casa en la que vivió Elvis, se alió con el productor Brad Jones y con músicos que antes de atacar sus canciones habían colaborado, entre otros, con Bob Dylan, Emmylou Harris, The Rolling Stones, Randy Newman o Gram Parsons. Y le salieron 13 canciones que parece ser han corrido como la pólvora entre el público cómplice con el artista. Su mejor promoción en este momento consiste en gritar a los cuatro vientos que agotó todo el papel meses antes de que ese Daiquiri se presente en la Riviera de Madrid el próximo día 19. Su tarjeta de visita no puede ser más transparente: una colección de canciones que muchos consideran ya su mejor trabajo. El más pulido y el más suave. Tal vez sea por Nashville. Tal vez, por Madrid. Eso da igual. Junto a la casa de Quique González, las vacas seguirán rumiando.
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