Fraude sin defraudadores
El hundimiento de los ingresos tributarios por el arrastre de la crisis ha hecho que por primera vez en muchos años se hable de la fiscalidad para no reducirla, e incluso del fraude, ese agujero negro en la economía (y en la ética ciudadana) cuya existencia es indudable pero que nadie quiere molestarse en sondear y atajar. Las medidas adoptadas, sin embargo, no han podido ser más epidérmicas: la supresión de la llamada enmienda Beckham, que concede a los extranjeros que ganan más de 600.000 euros anuales (futbolistas estelares, principalmente) el privilegio de pagar el 24%, en vez del 43% como el resto los mortales, y la elevación en Euskadi de la tributación de las Sicav, uno de esos instrumentos legales que suele crear la propia Hacienda para que los más pudientes puedan pagar mucho menos de lo que les correspondería.
La sensibilidad contra la corrupción no se extiende a la elusión fiscal
Contagiadas por la prédica neocon sobre la bondad intrínseca de reducir los impuestos y por la propia comodidad recaudatoria, las administraciones públicas han renunciado en nuestro país a establecer una ética fiscal o cuando menos una disciplina tributaria creíble. Al contrario, se ha creado opinión de que pagar impuestos no es un deber de ciudadanía, sin duda molesto, sino una carga que debe ser eludida si se tiene la oportunidad, so pena de ser retratado como tonto. Mal puede asentarse una ética fiscal cuando la ministra jefe de la Hacienda estatal renuncia sin ruborizarse a ajustar la tributación de las rentas más elevadas al nivel que les correspondería por justicia con el argumento de que en ese caso se llevarían sus dineros a otros países. Tampoco puede haberla cuando el hecho de defraudar depende casi exclusivamente de que los ingresos del afectado estén o no controlados por Hacienda y cuando, por añadidura, la comisión del fraude no conlleva una penalización social. Parafraseando el eslogan de aquella lograda campaña publicitaria de televisión de los años setenta, Hacienda somos todos, aunque unos bastante menos que otros.
De vez en cuando se habla del problema de la economía sumergida y se le da una dimensión estimada: entre el 20 y el 30% del producto interior bruto. Su simple reducción a la mitad bastaría para compensar el impacto de la crisis en la recaudación, evitando subir impuestos y el endeudamiento al que se han visto obligadas las administraciones, pero las medidas para atajarlo no van más allá de planes anuales de inspección rutinarios y de improbable cumplimiento, porque las plantillas de inspectores y subinspectores son ridículas. La Diputación de Vizcaya encargó hace dos años a expertos de la UPV un ambicioso informe sobre el fraude del que no se han tenido noticias una vez entregado. A la Hacienda de Guipúzcoa, tocada por varios escándalos, se le ocurrió la idea de poner un teléfono para que los ciudadanos pudieran denunciar de forma anónima los casos de defraudación que conozcan. Es un paso, aunque no parece que chivarse de que el fontanero X cobra sin IVA o el vecino Y no declara la renta del piso que tiene alquilado sea suficiente para atenuar el problema.
Abordarlo con decisión es una cuestión de voluntad, de poner medios y de crear una ética fiscal que se traduzca en rechazo social hacia quien incumpla sus obligaciones tributarias. En Estados Unidos hay, por supuesto, defraudadores, pero no declarar 3.000 dólares impide al olvidadizo acceder a una secretaría de Estado y le supone ser cricificado ante la opinión pública, mientras que en Euskadi se puede porfiar por ser diputado general tras haberse descubierto que el candidato ocultó a su propia Hacienda la propiedad de varios pisos y los alquileres obtenidos. Y eso en el caso de que la infracción llegue a conocerse, porque la del defraudador es una figura ausente y hasta protegida por la administración.
De vez en cuando se da noticia del volumen de fraude aflorado en un periodo de tiempo y de algunos casos trasladados a la Fiscalía por presunto delito fiscal. Pero raramente, incluso cuando se ha producido una condena firme, se difunde la identidad del delincuente, con el pretexto de la confidencialidad que rige la relación de Hacienda con los contribuyentes. No se trata de exponer a los infractores al escarnio público sacando sus nombres en el BOE, como se ha llegado a proponer. Sin embargo, alguna fórmula habrá que arbitrar si se pretende cambiar la percepción social sobre el fraude fiscal. Una percepción preocupante, vacía de valoración moral, que iguala en consideración al que paga sus impuestos porque no tiene otro remedio por ser asalariado con el que defrauda porque se lo permite la falta de control de Hacienda sobre su actividad.
Un efecto colateral de la crisis ha sido el despertar de la sensibilidad social ante la enfermedad de la corrupción, lo que ha recortado el margen de tolerancia con los compradores de voluntades y aprovechados. Por el contrario, no se atisba una reacción en el mismo sentido en el caso de la elusión fiscal, pese a ser un problema que tiene muchas notas compartidas con aquél. Defraudar a Hacienda, a la caja común, constituye otra forma de corrupción. Pero al defraudador no sólo se le sigue considerando un ciudadano respetable, sino que se le envidia por conseguir aquello a lo que aspira la mayoría, a no pagar impuestos. Para cambiar este estado de opinión se necesitará más que modificaciones superficiales en la normativa tributaria y un teléfono de denuncia.
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