La unidad nacionalista. Los caminos y las veredas
Uno de los datos del escenario vasco es el número de partidos nacionalistas. Hay cinco organizaciones, dejando al margen la situación legal de una de ellas, que se reclaman de esta obediencia política -PNV, EA, Aralar, Batasuna y Hamaikabat- y compiten por un número limitado de votantes -entre 600.000 y 700.000-. El País Vasco es el único lugar de Europa con esta fotografía. Las políticas de identidad tienden a la fragmentación y a transformar el discurso en poder para crear un espacio de legitimidad, de cara al control social, político y económico al que aspiran.
El origen está en las peculiaridades de la reciente historia y en las rupturas que se suceden. Los núcleos iniciales son el PNV y la izquierda abertzale. En el caso de la escisión del PNV, la explicación se relaciona con tres hechos. Uno, la discusión alrededor de cómo organizar las instituciones y el poder político que emana de ellas. El segundo es la discusión entre partido y gobierno. El PNV estaba en una situación inédita; gobernaba y gestionaba la relación en el contexto en el que el Gobierno reclamaba cotas de autonomía y una nueva relación con el partido. La consecuencia fue el choque de liderazgos y la posterior ruptura. El tercer elemento es que un partido marca sus fronteras y las diferencias se transforman en muros infranqueables. A su alrededor aparecen múltiples conflictos asociados a la disputa por el patrimonio simbólico del nacionalismo.
La necesidad del principio de la unidad colisiona con el principio de realidad
La izquierda abertzale estaba acostumbrada a un modelo de relación donde la confrontación se sustentaba en la capacidad de los mecanismos internos para canalizarla o, cuando esto no era posible, se producían abandonos y expulsiones individualizadas. La fundación de Aralar es un hito porque por primera vez nacer un partido político que, sin hacer dejación de ser de izquierda abertzale, rompe con la matriz originaria e inicia un camino autónomo. Los motivos tienen que ver con tres hechos: la distinta valoración política que se hace del peso de ETA, el papel de la presencia política en las instituciones y la necesidad de crear un espacio propio y un discurso nítido.
El resultado es la sobreoferta política. La situación es paradójica porque el discurso de la unidad se escucha incluso cuando está viendo nacer nuevas fuerzas políticas -el último es el caso de Hamaikabat-. La necesidad del principio de unidad entra en colisión con el principio de realidad. Se habla de frentes, alianzas, foros, pactos o polos, pero los que funcionan son los acuerdos para gobernar algunas instituciones comunes, como si a la retórica de la unidad le sucediese la retórica de la unidad.
Da la impresión que estos partidos no están, al menos hasta el momento, preocupados por replantearse el exceso de oferta. Al fin y al cabo, el nacionalismo institucional, alejado del poder del Gobierno autonómico y el nacionalismo abertzale que sabe que debe prescindir de ETA si quiere algún día llegar a ser un partido homologado, deberán orientarse hacia una estrategia de fusiones. El pronóstico es que el resultado no diferirá del punto de partida; un nacionalismo histórico, tradicional, de centro, y otro de izquierda abertzale que sigue reclamando la independencia y seguramente algún tipo de socialismo, pero que ha enterrado, por fin y para siempre, su dependencia de ETA. No me atrevo a diagnosticar cuánto tiempo tardará el proceso, porque los sedimentos de la historia siguen teniendo peso, pero no olvidemos que los partidos persiguen una cuenta de resultados y el desierto de la oposición, sobre todo si se mantiene en el tiempo, es duro para los acostumbrados a las palmeras del oasis y a gestionar los intereses propios y ajenos. Lo que no consiguió la racionalidad política quizá lo logre la realidad cruda y objetiva del mercado electoral.
Ander Gurrutxaga Abad es catedrático de Sociología de la UPV-EHU
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