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AL CIERRE
Columna
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Viaje a Paraguay

"¿Jordi o Jorge?", me preguntó Jorge, y yo, como siempre, respondí: "Como quieras". Y prosiguió mi mudanza, que ya era total. Había contratado un furgón y a dos operarios. Del mayor quizá hable otro día, porque hoy no tengo más remedio que centrarme en el joven. Se llamaba Jorge. Treinta y dos años. Esposa. Sin hijos. Originario de Asunción del Paraguay. Cuatro años y medio en España. A punto de regresar.

-La crisis, Jordi -me dijo, cuando ya el vehículo estaba cargado de muebles y de libros y avanzábamos hacia Barcelona, y la mancha del piso de Mataró era cada vez más abstracta-, uno ya no puede trabajar como antes, además en mi país pienso abrir una agencia de mensajería, cambiar de rubro, ya está bien de mudanzas.

En aquellos momentos, después de 13 horas de carga y descarga, entendía perfectamente el hartazgo. Las mudanzas son infinitas. Le pregunté por su formación, por su vida en Paraguay, el único país de América del Sur donde yo no había estado.

-Mira, Jorge, estudié Bellas Artes, soy escultor. Allá hacía algunas cosas, para los amigos. Pero también arreglé computadoras, trabajé en fontanería, ayudé a un carpintero y tocaba la guitarra, en celebraciones, de vez en cuando.

Miré sus manos, que en ese momento rasgaban el aire como si en él hubiera cuerdas. Miré las mías, magulladas de tanto acarrear cajas. Yo sólo sé teclear. Había anochecido. Aparcamos frente al nuevo portal. Habían llegado dos nuevos operarios, de modo que en un par de horas concluyó la mudanza. Si es que terminará algún día.

Cobré. Era cerca de medianoche cuando volví a casa. Mi esposa me había dejado empanadas de queso criollo. A los dos meses fuimos a El Prat y nos despedimos de nuestra etapa europea, con seis maletas atiborradas, con 18.000 euros en los bolsillos, con todos los nuestros despidiéndonos desde el otro lado del control policial. En Asunción nos esperaba la familia. Tanto el abrazo de mi padre como la densidad del aire me parecieron ajenos. Al día siguiente, en mi casa, me encontré de pronto con un martillo en las manos y no supe qué hacer con él. Lo tiré. Entonces, los dedos, en el aire, se me pusieron a teclear.

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