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Columna
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El muro que cayó en América Latina

A los 20 años de la caída del muro de Berlín hay más y menos Europa; mayor extensión, menor cohesión. Una evolución que no por positiva deja de enmarañar las cosas. Y si, por extensión, ese acontecimiento ha cambiado el mundo, América Latina no podía quedar al margen. Los efectos sobre el mundo latinoamericano han podido ser menos visibles, de explosión retardada, pero mucho más clarificadores que en el caso europeo. Existe hoy mucha más América Latina que hace 20 años, y algo tiene que ver esa realidad con el desmoronamiento de la Unión Soviética.

La distracción que Washington observa desde hace unos años hacia los asuntos latinoamericanos se suele atribuir a ocupaciones más urgentes: Irán, Irak y Afganistán-Pakistán, pero la razón de fondo es anterior. La desaparición de la URSS debilitó considerablemente la atención de Estados Unidos hacia su antigua finca del sur, y eso preparó el terreno para un desarrollo autónomo de América Latina, que anteriormente habría sido impensable. Es cierto que antes de que Mijaíl Gorbachov suicidara a su país, la capacidad de enredo que hubiera poseído Moscú en la zona, así como las ambiciones internacionalistas de La Habana, habían perdido casi toda su fe en sí mismas, pero sólo la destrucción del marxismo-leninismo podía poner punto final a lo que había sido gran preocupación de Estados Unidos. El fin del imperio soviético permite hoy, igualmente, a su sucesora, Rusia, relacionarse con América Latina de forma que sólo a la derecha más incorrupta puede inquietar. El compacto Putin-Medvédev le vende aviones y Kaláshnikov a Hugo Chávez y adquiere derechos de aguada en los puertos venezolanos, pero eso no altera la ecuación de fondo. Todos pueden surtirse en el supermercado ruso, y sólo una eventual colaboración nuclear entre los dos países -que hoy nadie imagina- resucitaría el espectro de la alianza Moscú-La Habana.

La desaparición de la URSS debilitó la atención de Estados Unidos hacia su antigua finca del sur

Con Estados Unidos de vacaciones, incapaz de imponerse a un antiguo y diminuto cliente como Honduras, y la URSS, extinta, la baraja se corta de nuevo en América Latina. Y, paralelamente, en los últimos años fenómenos emergentes de diverso signo afectan al mundo iberoamericano. China desembarca como un coloso económico en el continente; Brasil, recientemente obsequiado con los Juegos Olímpicos de Río, presenta su candidatura a la dirección blanda del continente, del que pretende que hable con voz si no dirigida, sí al menos unificada; y Venezuela, aún aspirando a una construcción parecida, enarbola una propuesta política de izquierda que se dice radical, con la que opta asimismo a algún tipo de hegemonía ideológica sobre el concierto de naciones latinoamericano.

Como dijo la semana pasada en el Fórum Europa Enrique Iglesias, éste puede ser el momento de América Latina, cuando ha desaparecido o cambiado de naturaleza la acción de las superpotencias, actuales o pasadas, en su medio; cuando el continente de habla española o portuguesa aparece como una gran oportunidad económica para la inversión internacional; como un conjunto de países que si hablara con una sola voz podría alardear de poseer más de un tercio del PIB de los Estados Unidos, un 40% del agua potable del mundo, la mayor concentración del planeta en biodiversidad, una capacidad de gestión macroeconómica de la crisis de la que carecía a comienzos de los años noventa, y, sobre todo, una serie de multinacionales latinas -brasileñas, argentinas, mexicanas- además de las españolas, que pueden ser los agentes de ese desembarco del mundo en América Latina y de América Latina en el mundo. Pero todo ello es posible sólo si se liman las diferencias políticas internas, que surgen en gran medida gracias a la desatención de los antiguos patrones.

Las instituciones para todo ello se han ido creando antes y después de ese periodo vacacional: Mercosur, que debate el ingreso de Venezuela; la CAN y la CAF andinas; el ALBA, organización chavista que agrupa un sentimiento nacionalista panlatinoamericano con el que siempre habrá que contar; el Consejo Suramericano de Defensa, que debería hacer innecesario el vocerío bélico venezolano o el recurso colombiano a fuerzas armadas extranjeras, o el aposentamiento de fuerzas insurgentes a caballo de la frontera entre vecinos, y el proyecto de fondo brasileño, un organismo que agrupara a la América no anglosajona para matar por inanición a la OEA, dominada por Estados Unidos. Y, con todas ellas, la propia organización de las cumbres iberoamericanas, que como decía su secretario general, Enrique Iglesias, sería el mecanismo ideal para la participación española en ese nuevo campo de juego.

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