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Columna
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La viga en el ojo

Hubo un tiempo en que los periodistas éramos gente de bien. Escribir en un periódico o hablar por la radio era algo de lo que se podía presumir porque el nuestro era un gremio respetable y respetado. En los últimos años hemos sido socialmente degradados y creo que ni nos merecíamos la consideración de antaño ni el desprestigio de ahora. Hemos perdido crédito por ese gran vicio nacional de juzgar al conjunto por los errores de unos pocos, la puta manía de meter a todos en el mismo saco.

Han bastado unos cuantos carroñeros despedazando vísceras en televisión o entregados al insulto y la prédica interesada en alguna que otra radio para que satanicen a toda una profesión. Da igual que pregones que la mayoría de los buscavidas que salen retozando en los fangales no son siquiera periodistas ni nada que se le parezca, la corriente es demasiado fuerte para trepar por esa catarata. Lo más bonito que dicen de nosotros es que los periodistas sólo cuentan mentiras. Esa merma de credibilidad, aparte de jodernos a los que nos gusta esto, resulta tremendamente perniciosa para la función que desempeñan en la sociedad los medios de comunicación. Y si esto es malo para un país, aún es más grave lo que acontece con los políticos. La última encuesta del CIS los deja en términos sociológicos a la altura del betún. Ya no es que sean peores o mejores o que tengan mayor o menor valoración, es que la ciudadanía los contempla como un problema, una desgracia nacional por encima del terrorismo o la inseguridad ciudadana. Se les podría acusar, con sobrados motivos, de estar más ocupados en sus peleas mezquinas que de nuestros problemas, pero no va por ahí la pedrada.

Han bastado unos cuantos carroñeros para que satanicen a toda una profesión

Con la misma ligereza con que a nosotros nos llaman mentirosos, a ellos ahora se les llama chorizos. Es verdad que cada día nos desayunamos con una nueva corruptela en la que aparece un alcalde, un concejal o un consejero pringado hasta las orejas. A pesar de ello, sigo pensando que la inmensa mayoría de los políticos de este país son honrados y que muchos de ellos pierden dinero dejando a un lado carreras profesionales que podrían enriquecerles. Unos, tal vez los menos, estarán en política por auténtica vocación de servicio, otros por simple vanidad y, probablemente la mayoría, por ambición de poder, pero incluso este último afán es perfectamente legítimo.

Hemos de aprender a diferenciar entre las pifias intelectuales y las de carácter ético. Las primeras las cometen los torpes o mediocres; las segundas, los sinvergüenzas. Resulta difícil, sin embargo, que esa distinción se imponga cuando, a juzgar por lo que vemos, no parecen tenerla clara ni los propios partidos. A pesar de que las estructuras de partido son las primeras en percibir cuándo algo huele a podrido entre los suyos, raramente investigan la mierda propia, y desde luego jamás la airean.

Cuando un juez levanta un pufo en el que aparecen cargos públicos el primer reflejo de la organización política a la que pertenecen los inculpados es reclamar la presunción de inocencia y buscar la malicia al procedimiento legal para descalificarlo. Raramente reaccionan con la indignación que debieran por la vergüenza y el desdoro que las ovejas negras suponen para las siglas que representan. Ni en la Gürtel ni en la Pretoria ni en ninguno de los marrones destapados, nunca dan respuestas ejemplares, sólo intentos de minimizar los perjuicios tratando de desviar el foco hacia las corruptelas del partido rival. Un proceder que acentúa la evidente caída de nivel en la calidad política. Su cortedad y un equivocado concepto del compañerismo les impide crear departamentos de asuntos internos que se ocupen de investigar a fondo cualquier comportamiento que ponga en riesgo el buen nombre de grupo. Los partidos han de recuperar cuanto antes la credibilidad perdida. Y ese prestigio no se logra buscando la paja en el ojo ajeno, sino extirpando la viga del propio.

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