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Columna
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Aquí está Don Juan Tenorio para quien quiera algo de él

Cada año, por estas fechas, leo el dramón más famoso representado hasta hace poco: el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Me encantan sus versos, el personaje y divago sobre lo que pudo ser aquel individuo si no le mata de una estocada el capitán Centellas. Han quedado incorporados a la memoria los a veces infames ripios, la tortura de encontrarle consonante al notorio apellido del Burlador, el atrevimiento por denunciar el chivatazo del provincial jerónimo, que le denuncia en un anónimo y al que, aprovechando la ocasión, le atraviesa de un balazo.

Una obra cara de representar, con 21 personajes que hablan (dos repiten, el comendador difunto y el alma de Doña Inés) y la turbamulta de los malditos, alguaciles y jaraneros, en aquel Carnaval sevillano del XVI. El ambiente se subraya, a veces, con frases en italiano macarrónico, que era el inglés de entonces, labia conocida de soldados y comerciantes, cuando España era la natura, Flandes la sepultura e Italia la ventura.

Comparo el ocaso de este mito con el estúpido hábito recién importado del Halloween

En algunas pausas pienso en cómo habría sido, de verdad, aquel hidalgo que se echó el alma a la espalda, jugada la herencia a los naipes y no tenía empacho en asociarse con bandoleros para saquear arzobispados y luego dejar a los forajidos con dos palmos de narices.

Nunca he creído que hubiera el menor rastro de homosexualidad en Don Juan, como sostuvo don Gregorio Marañón en su afán de sorprender al gran número de señoras ilustradas que le seguían. ¡Si no le daba tiempo! El pobre playboy apenas tenía lugar para dormir, por muchas camas que frecuentase y tenía un exacerbado orgullo de casta en los gavilanes de la espada y en las acciones guerreras, de las que sólo se alude de pasada. Debió ser un valiente caballero cuando el propio emperador le perdona los graves cargos de rapiña y homicidio, tan profusamente cometidos.

Este pobre Don Juan va a remolque de su destino y pudiendo quedar como un campeón derrotado don Luis Mejía en la maratón de conquistas y muertes en duelo, se complica la existencia birlándole a la novia en vísperas de boda. El infeliz macho, vencedor de tanto combate en campos de pluma que casi no le da tiempo de cambiarse las calzas, precisa de una disciplina de hierro para cumplir con el pesado sino de saltalechos y hasta tiene que atenerse a una contabilidad sentimental inhumana. Necesitaba "un día para enamorarlas /otro para conseguirlas / uno para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas". Todo ello sin repetir el personaje, para lo que hay que tener, entre otras cosas, una memoria privilegiada o la teneduría del evasor fiscal en gran escala.

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Don Juan es hombre de camaradas, no de amigos; de compañeros de armas o francachelas, ya menciona lo que para su vida social le sobra y precisa en la última morada, ante sus invitados: "Casa y bodega he comprado / dos cosas, que no os asombre / pueden bien hacer a un hombre / vivir siempre acompañado" porque la escasez era de tiempo, donde creo que reside el drama del personaje que, al fin y al cabo, tuvo una vida muy corta. Murió, a los 30 años, a manos del capitán Centellas, un amigo que, precisamente apostó por él en el open amoroso que disputó con Mejía en la Hostería del Laurel.

No puedo dejar de comparar el ocaso de este mito o costumbre con el estúpido (para muchos de nosotros) hábito recién importado, del Halloween y el tontorrón juego infantil de truco o trato, los caramelos exigidos y el coñazo de los menores aulladores burlándose inconscientemente de los difuntos, entre los que termina la atormentada historia de Don Juan.

El gallardo calavera cae preso de los inéditos encantos de una novicia, Doña Inés que, por cierto, no aparece hasta el acto tercero de la primera parte y luego en la quinta y el cementerio. El gallo de retorcidos espolones se vuelve pichón, suplica al terco suegro, al que no tiene más remedio que pegar un tiro, y desaparece de la vida social, perseguido por la justicia y cercado por el amor de una pazguata novicia, en la que no se sabe qué había visto hombre tan ducho en artes amatorias.

Pues bien, me encanta el Don Juan y creo que tiene un toque sorprendente de contacto humano para haber superado popularmente al de Tirso de Molina, y otros, hasta las fúnebres tragedias del alegre Mozart y todos los Giovanni. Apenas se representa y sospecho que no ha sobrevivido a las versiones modernistas hechas por directores de teatro que querían cobrar la puesta en escena o la versión adulterada cuyos derechos de autor estaban caducados. ¡Y dónde va a parar en entretenimiento, sentimentalismo y congoja con el necio Halloween!

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