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Columna
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Hijos ilustres

La historia, o lo que queda de ella, gusta de revisar en su peculiar selección de las especies aquellas figuras que han entrado en ella con los tanques o, a la manera antigua, a punta de sable y de ballesta. De esos momentos heroicos permanecen en nuestras plazas, glorietas, montes o encrucijadas estatuas que recuerdan a tal o cual personaje al lado de la cual revolotean las palomas, juegan los niños, mean los perros o simplemente cuando dan buena sombra, tomamos la sombra. Algunas estatuas guardan la divina proporción con el personaje (recordábamos aquí la de Cela con dos huevos en el paseo del Espolón padronés), otras remiten a la devoción de sus admiradores (en el mismo Paseo la dedicada a Rosalía de Castro por los padroneses del Uruguay) y otras simplemente son tan originales que vale la pena hacerse un retrato en el pedestal (conservo una con el impagable Pibe Valderrama a las puertas del estadio de Santa Marta, en Colombia). Las más son inocentes o anónimas y forman parte de ese callejero donde los héroes locales disputan la celebridad a gentes de orden pragmático como ingenieros, médicos de familia o, cada vez más a menudo, deportistas que han batido récords olímpicos o que forman parte de la memoria viva (propongo una a Bebeto en la playa de Riazor sin ir más lejos). Raramente son conocidos y el espectador debe acercarse cautelosamente donde figura la leyenda para no confundir a Méndez Nuñez con el almirante Nelson, o a la vendedora de pimientos de Herbón con una cupletera. Seamos sensatos, cada vez los artistas contemporáneos desfiguran tanto las efigies que nos cuesta despejar la incógnita ante muchas estatuas que son casi menhires y se levantan en paseos o acantilados a la memoria de los tripulantes de tal embarcación, a los camioneros, a los peregrinos o a los caídos en tal batalla. El espejismo se confunde todavía más cuando nuestros prohombres esculpidos en bronce o en hormigón, depende del gusto, están tan desfigurados por los grafiteros que a la pobre Rosalía la podemos confundir perfectamente con Jim Morrison, o al gaiteiro de Lugo con la gesta de Iwo Jima. En cualquier caso nos gusta a la especie humana honrar de manera indisimulada a nuestros héroes legendarios. Una de las especies más reticentes a la desaparición la forman los hijos ilustres y dentro de ellos los que habiendo nacido de forma azarosa en los lugares predestinados son luego una rémora para la ciudad de turno: imagínense lo que ha costado al pueblo ruso dejar de llamar Leningrado a San Petersburgo o a muchos taxistas madrileños dejar de confundir General Mola con Príncipe de Vergara.

En Gori, ciudad natal de Stalin, tuvieron el mismo problema que Ferrol con la estatua de Franco

Hace unos días leyendo la prensa local, me refiero a la gallega, me encontré con una de esas noticias que me alegran durante una temporadita. Resulta que una radio que emite desde Praga (Radio Free Europe) se puso en contacto con Radio Voz de Ferrol por un asunto de mucho tonelaje. Querían saber cómo en Ferrol se deshicieron de la estatua de Franco en la Plaza de España porque, emitiendo para Georgia, tenían el mismo grave problema en Gori, la ciudad natal de Stalin. No sé si en el debate intervinieron expertos en logística o simples periodistas, pero resulta que Stalin empieza a ser un peso insoportable en la memoria de Gori y no saben muy bien qué hacer con tantos quintales de bronce. Pudieron preguntar en cualquier ciudad española empezando por Valencia, Santander o Madrid, pero quizás por la vieja etimología de la ciudad debieron pensar que los ferrolanos andaban sobrados de memoria histórica y por tanto duchos en la desaparición de estatuas del Caudillo. No sé muy bien en qué acabó la cosa. Se me ocurre pensar que, como los gnomos de los jardines, deben estar almacenados todos estos generales en algún almacén donde hablarán a gusto de sus respectivas campañas sin ser molestados por los curiosos, o que, en el caso de Franco o Stalin, ahora hermanados por este respectivo interés ciudadano, deberían fundirse en el abrazo de lava de unos altos hornos y con ello ayudar a fabricar los cimientos de un monumento al antihéroe, al perdedor, al parado, al desarraigado, al hipotecado... Algo como un chip que recordara cada vez que se levanta una estatua los planes precisos para su desaparición al cabo de un tiempo; un libro de instrucciones para desarmar el Lego sin molestar a los vecinos, ni que los de Gori tengan que llamar a Ferrol para saber qué han hecho con el jinete y con el caballo. De momento, que se sepa, está en el Arsenal, o sea, que no cantemos victoria.

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