Complejidades del acontecimiento
Necesitada como anda la música en Barcelona de noticias de auténtico calado cultural, la arribada al Liceo de Król Roger (El rey Roger) debe ser saludada con honores de acontecimiento. Fiel al empeño de dar a conocer obras clave del siglo XX, que en los pasados años ha llevado a la programación a autores como Janácek y Britten, el teatro propone ahora esta partitura cumbre del polaco Karol Szymanowski, estrenada en el teatro Wielki de Varsovia en 1926. El interés, como casi siempre, radica en la complejidad. Muy bien resuelta en este caso.
La complejidad de la obra radica, en primer lugar, en que su aparente sencillez formal encierra en realidad toda la tensión de las vanguardias europeas del momento. Nacido en Ucrania en 1882, en el seno de una familia de la nobleza polaca cuyo palacio resultó destruido por los bolcheviques en 1917, Szymanowski formó parte en Varsovia del grupo Joven Polonia en música, que abogaba por la recuperación del repertorio tradicional en clave de modernidad, al modo de Bartók en Hungría. Formado en Alemania, donde se impregnó del sinfonismo de Strauss, Max Reger y Mahler, tuvo puesto el oído tanto al este (Scriabin, Stravinski, ballets de Diaghilev) como al oeste (Ravel, Debussy), a cuyas influencias añadió las de tradiciones más lejanas, como la bizantina y la árabe. Basado en la oposición nietzscheana entre lo dionisiaco y lo apolíneo, y tomando como fuente Las Bacantes de Eurípides, Król Roger, el rey normando de Sicilia del siglo XII tentado por un pastor misterioso y sensual, bebe del simbolismo tanto como del fauvismo, del poswagnerismo centroeuropeo como del exotismo de matriz oriental, en una síntesis personal y osada que, sin duda, merece la revalorización de que ha sido objeto en los últimos decenios.
KRÓL ROGER
De Karol Szymanowski sobre un libreto de Jaroslaw Iwaszkiewicz. Intérpretes principales: Scott Hendricks, Anne Schwanewilms, Will Hartmann, Francisco Vas. Orquesta y coro del Liceo. Dirección escénica: David Pountney. Dirección musical: Josep Pons. Barcelona, Gran Teatro del Liceo, 2 de noviembre.
La aparente sencillez de la obra encierra toda la tensión de las vanguardias europeas de la época
Llevar a escena esta complejidad, que, sin embargo, llega al espectador de forma directa y comprensible, es un ejercicio arduo que la coproducción del Liceo con el Festival de Bregenz, dirigida por David Pountney, afronta admirablemente. La solución parece fácil: un graderío desnudo, con la luz como principal decorado, el azul para lo apolíneo, el rojo como contraseña de lo dionisiaco, en medio una sutil gama que da cuenta de la lucha entre los dos polos. El resto corre a cargo de una milimétrica dirección de actores y de un afinado uso de la tecnología, que permite por un sistema de elevadores sorprendentes apariciones y desapariciones del coro y el cuerpo de baile.
En la vertiente musical, el trabajo no es menos esmerado. Josep Pons lleva a la orquesta con la confianza de la lección bien aprendida. El coro ha hecho codos para aprenderse el comprometido papel, con resultado de sobresaliente. A la altura de todo ello están los solistas. Scott Hendricks incorpora un monarca superado por los acontecimientos, pero vocalmente muy firme, mientras que Anne Schwanewilms gradúa con precisión el viaje sin vuelta al desenfreno de la reina Roksana. Will Hartmann queda en algún tramo sepultado por el envite orquestal, pero el pastor que compone está cargado de buenos matices. Francisco Vas (Edrisi) completa un reparto de extraordinario nivel.
El público del estreno acogió el espectáculo con entusiasmo, el que merece el verdadero acontecimiento cultural.
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