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Columna
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Prejuzgar, juzgar o ajusticiar

La justicia, como poder público que es, está sujeta a la crítica, mal que les pese a sus señorías. Bien es cierto que algunos magistrados manejan con destreza las reglas de la comunicación, convirtiéndose en voluntarios protagonistas de la actualidad, mientras que otros prefieren refugiarse en la penunbra de sus plácidos despachos, lejos de los focos. Pero, en uno y otro caso, sus decisiones tienen a menudo consecuencias de gran calado, y por tanto suscitan un interés informativo que se no puede abstraer del escrutinio político y mediático. En las últimas semanas los juzgados han proyectados imágenes tan lacerantes y contradictorias entre sí, sea por exceso o por defecto, que merecen que nos detengamos en ellas.

Tan injusto es vejar ante las cámaras a los detenidos de la Operación Pretoria como privilegiar a Millet y Montull

Todo el aparato policial y mediático que ha rodeado la Operación Pretoria, que entre otros afecta a cargos municipales del PSC y pesos pesados de CiU retirados oficialmente de la política, parece ideado más por un realizador de televisión que por un juez instructor. Baltasar Garzón ordenó primero un espectacular despliegue de la Guardia Civil en el Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet y otros escenarios de la investigación -¿acaso los Mossos d'Esquadra no están capacitados, como cuerpo integral que son, para ejercer como policía judicial al servicio de la Audiencia Nacional?-; dictó el arresto incomunicado de los acusados, incluidos el alcalde Bartomeu Muñoz y los convergentes Macià Alavedra y Lluís Prenafeta, y los hizo conducir esposados al juzgado para que, en presencia de las cámaras, recibieran sus enseres en enormes bolsas de basura, muy meditada metáfora que presenta al corrupto hurgando en su propia inmundicia.

Sin prejuzgar el grado de culpabilidad de los imputados, no cabe duda de que la llamada "pena de telediario" presenta ventajas e inconvenientes: lanza un mensaje ejemplarizante para los políticos que puedan caer en la tentación de enriquecerse a cuenta del erario público, pero queda al margen de las garantías y los controles jurisdiccionales que conforman el Estado de derecho; contra la vejación de los detenidos mediante la difusión de tales imágenes en los informativos de televisión no cabe recurso alguno. Eso por no hablar de la disparidad de criterios con que el juez en cuestión dicta esta pena extrajudicial: ¿por qué se le aplica a Luis García, Luigi, presunto cerebro de esta trama, y no a Francisco Correa, Don Vito, su homólogo de la red Gürtel?

De esta misma opinión parece ser la presidenta del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Maria Eugènia Alegret, que ayer condenó el trato dispensado a los detenidos en Madrid. De natural prudente, seguro que Alegret se cercioró antes de que ningún magistrado pedirá que la sancionen por haber criticado a Garzón -tampoco especialmente popular entre la judicatura-, como sí hicieron un puñado de jueces de Barcelona cuando dos de sus compañeros censuraron la actuación de Juli Solaz, instructor del caso Palau.

Y es que, hace apenas dos semanas, políticos, medios de cocomunicación, fiscales y un par de jueces afearon la conducta a Solaz no sólo por haber dejado en libertad sin fianza a los saqueadores confesos del Palau de la Música, Fèlix Millet y Jordi Montull, sino sobre todo por alegar que la legislación le impedía enviarlos a prisión. La orden de prisión dictada el viernes por Garzón se fundamenta en el riesgo de que, de quedar en libertad, los encausados "destruyan evidencias", puesto que algunos de ellos "disponen de fondos y realizan actividades fuera de la jurisdicción española". Justo el argumento esgrimido por la fiscalía, en vano, para instar el encarcelamiento de Millet y Montull.

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Para los anales del derecho quedará otro de los pretextos del juez Solaz para ahorrarles el mal trago de dormir entre rejas: como declinó encarcelarlos en julio y no aprovecharon para fugarse, queda demostrado que no lo harán en adelante. Razonamiento pretendidamente empírico que roza lo pueril en boca de quien, sin tomarles declaración siquiera, cuatro meses atrás prejuzgó la bondad intrínseca de unos presuntos delincuentes.

La magnanimidad de Solaz y el ensañamiento de Garzón son el epítome del abuso de la discrecionalidad otorgada a los jueces para prejuzgar, juzgar e, incluso, ajusticiar en público al acusado. Exceso de arbitrariedad que mina el crédito de la justicia.

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