Derechos de autor
Desde hace algún tiempo no hago más que escuchar opiniones sobre lo bueno o lo malo de bajarse cosas de la Red. La polémica está servida, parece, mientras yo me debato entre los unos y los otros. Dejando a un lado las legalidades -que pueden llegar a ser un engorro-, ambas partes tienen su parte de razón. Pero hay algo más importante: tratar de controlar el fenómeno es, un poco, como poner puertas al campo, a no ser que se opte por prisión incondicional para los internautas gorrones si se les logra pillar. A lo mejor hay que distinguir entre bajarse para el propio uso y para la venta, se me ocurre. Aunque si delante de las autoridades competentes, en plena calle, a dos calles de "casa madre" venden unos falsos Prada -cuyo máximo delito es lo mal hechos que están, si se me permite la esnobada-, por qué no se van a vender discos o pelis. Por qué no se van a colgar las páginas de un libro o un libro entero para uso comunitario.
Que hay que regularizar el tinglado..., seguro. Los motivos, sin embargo, pueden no ser sólo -o sobre todo- económicos. Se debería evitar que las imágenes o los textos colgados se manipulen y terminen así por ser tan dudosos como los Prada sobre las aceras. Aparte de que nada como el libro o el periódico físico, con frecuencia el material en la Red está mutilado y sirve de muy poco a quien lo encuentra. En eso radica la paradoja, incluso lo sexy de Internet: la impunidad. Cualquiera puede cambiar allí el rumbo de la narración. Eso sí que me parece grave, ya ven. Mucho más grave que piratear. Claro que mis libros no dan dinero: quizás pensaría de otro modo si escribiera best sellers.
Pues parece que no hay nada más que dinero en juego. Ocurre con las fotos en los "libros de arte", fotos como notas a pie de página se entiende, particular que la ley española contempla sin problema parecería, pese lo que pese a quien tenga intereses concretos en el tema. Imaginen que con frecuencia se dan situaciones tan locas -o eso me cuentan- que una galería dispuesta a invertir en un catálogo de un joven artista recibe una reclamación por los derechos de esas fotos. ¿Qué conviene más al joven artista? ¿Cobrar por los derechos de autor o que se dé a conocer su producción, me pregunto?
Y mientras voy escribiendo, me digo que para qué me meto en semejante lío, imposible de matizar en tan poco espacio. Ya está: lo borro y escribo otra cosa. Pero no: éste es mi homenaje a nuestro gran amigo, el historiador del arte radical, lúcido y tan generoso intelectualmente que nunca quiso renunciar a nada, que quiso mirarlo todo con sus ojos sagaces y glotones, los ojos que acaba de cegar el absurdo transcurso. Desde sus primeros textos, pioneros, sobre el cómic o la cultura de masas, hasta libros de referencia como Duchamp, Corpus Solus o su último trabajo, El objeto y el aura, del que hablaba desde aquí hace algunas semanas, nos han ido enseñando a mirar sin renunciar jamás a la imagen, pesara a quien pesara. En cada libro luchaba por ilustrar el texto, imágenes imprescindibles para los historiadores del arte que los intereses económicos tratan de escamotear hasta en su absoluta modestia, verdaderas notas a pie de página en blanco y negro y diminutas. Así que, por él, por Juan Antonio Ramírez, me acojo en estas líneas al derecho de cita, su piedra de toque y discusión, para, entretenida en la polémica, no darme cuenta de que no está. La vida se va a volver más opaca: páginas todo texto, aburridas, sin imágenes para la retina y la imaginación. Cuánto vamos a echarle de menos.
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