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Columna
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El nebrerazo

Ni siquiera el observador menos atento de la política catalana puede sorprenderse ante la estrepitosa ruptura que ha puesto en escena estos últimos días la hasta ahora diputada Montserrat Nebrera con respecto al Partido Popular. Los materiales explosivos del caso se habían ido acumulando casi desde el primer día, desde aquel septiembre de 2006 en que Josep Piqué decidió, contra el parecer de un aparato partidario que él mismo no dominaba, cooptar a la pugnaz jurista y tertuliana nada menos que como número 2 para las elecciones al Parlamento catalán de ese otoño. Marginada sin disimulo en la configuración de su grupo parlamentario, Nebrera ha tratado desde entonces de romper por todos los medios esa "ley de bronce de la oligarquía" que describiera hace más de un siglo el sociólogo Roberto Michels como inherente a los partidos políticos modernos.

Tras ser ninguneada, no quedaba otro camino que abandonar el PP. Era obvio que no sería una salida ni mansa ni discreta

Primero, la novel diputada lo intentó usando su condición de independiente para prodigar las declaraciones heterodoxas y las iniciativas de espaldas al PP de Cataluña. Tras el portazo de su padrino y mentor Josep Piqué en julio de 2007, la catedrática cambió de táctica y decidió afiliarse al partido -al partido que dirigía de modo interino y frágil Daniel Sirera- con la esperanza de promover desde dentro una refundación galvanizadora que la catapultase al liderazgo. La batalla se dirimió tumultuosamente durante las sesiones del 12º congreso de los populares catalanes, en julio de 2008, y Montse Nebrera, a caballo del malestar y la frustración acumulados por muchos militantes, obtuvo el 43% de los votos. Pero la tentativa posterior de traducir esos apoyos en cuotas de poder a escala provincial fue laminada por el aparato, y las apelaciones a Mariano Rajoy o a José María Aznar no hallaron ningún eco. Habiendo quemado sus naves, expedientada y ninguneada por Génova 13, sin posibilidad alguna de ser candidata en 2010, a Nebrera no le quedaba otro camino que abandonar el PP. Y, tratándose de ella, era obvio que no sería una salida ni mansa ni discreta.

Desde luego, cabe entender que la ya ex diputada pecó de un provocador exceso de ambición en sus planteamientos. En los fragmentos conocidos del libro que está a punto de publicar, Nebrera dice haberse propuesto la "refundación, de una vez por todas, de la derecha catalana" como paso previo para "reformular la política española"; sugiere que, sin las ideas que ella abanderaba, "difícilmente se podría construir nada en Cataluña como alternativa real de gobierno al tripartito"; y apunta que tales ideas eran "la última posibilidad de pensar Cataluña en clave de concordia con los demás pueblos de España. Por lo menos, dentro del PP".

Pero, hipérboles retóricas e intelectuales al margen, el paso meteórico de Montserrat Nebrera por las filas del Partido Popular catalán también viene a confirmar -con la autoridad del testimonio interno- algunas de las hipótesis que habían sido formuladas desde el análisis externo. No, no me refiero ahora a la exageración del número de militantes, ni al ambiente fraternal que ya se adivinaba tras el famoso SMS del diputado Sirera. Me refiero a la doctrina que Aznar instauró y Rajoy ha mantenido, según la cual la sensibilidad y el consenso identitarios en Cataluña son una patología, algo enfermizo, que no debe merecer del PP respeto ni consideración alguna. Por tanto, esa sensibilidad puede ser humillada ya sea a través de las chapas de los coches, o del recurso contra el Estatuto y contra la Ley de Educación, o de la denuncia de una imaginaria persecución del castellano, sin atender siquiera al coste en votos que pagará por ello el PP de Cataluña. Porque -sentencia Aznar- "nuestro objetivo en Cataluña" no es gustar, sino "conseguir mantenernos de forma resistente e irreductible en el 20% del electorado...".

O sea, el modelo del partido-reducto, del partido-secta adscrito a la lunatic fringe. ¿Y para eso 25 años de supuestos giros catalanistas?

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