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Obama, ¿presidente negro o progresista?

supuesto que el racismo se halla presente en el mero centro del debate sobre la salud, dijeron, pero también en las discusiones que vienen: la reforma migratoria, la postura en Afganistán, el cambio climático. Por una sencilla razón: una parte -no toda, por supuesto- de la derecha norteamericana de base, es racista; y el racismo en Estados Unidos suele ser, ideológicamente, de derecha también.

Recordémoslo: no es así siempre, ni en todas partes. A principios y mediados de los años ochenta, el viejo electorado comunista en Francia abandonó al partido de Maurice Thorez y de Georges Marchais para votar por Le Pen; las banlieux rouges de París y Marsella le entregaron sus sufragios a un partido y a un líder racista. No dejaron de ser "de izquierda" pero se volvieron, o siempre habían sido, anti-inmigrantes, anti-árabes: en una palabra, racistas.

Obama no puede eliminar el racismo aún profundamente arraigado en la sociedad norteamericana, que es a su vez, sin duda, la menos racista de las sociedades post-industriales. Pero puede neutralizarlo, desactivarlo, moderarlo, en su caso, esterilizarlo políticamente: que los Estados y los votantes menos tolerantes sigan despreciando a los latinos, afro-americanos, asiático-americanos, pero voten por algunos candidatos de dichos orígenes étnicos, o por lo menos por uno de ellos: el propio Obama. No siempre, ni en todos lados, por cierto: en Luisiana, uno de los Estados más pobres de la Unión americana, por ejemplo, Obama obtuvo únicamente el 14% del voto blanco.

Pero no realizará jamás esa faena casi imposible si además de ser negro, propone políticas absolutamente deseables, necesarias, y sensatas, pero que contradicen los cánones más fundamentales de esa derecha. Al contrario: multiplicará las oposiciones a sus políticas y a su persona, al sumar las primeras a las segundas. Agudizará la animosidad de la derecha, por ser de izquierda; y la del racismo blanco, por ser negro. Tiene que escoger.

Conviene citar dos antecedentes, en apariencia contradictorios, pero en el fondo coincidentes. Algunos lectores recordarán cómo Bill Clinton y su esposa también lucharon por reformar (de manera menos ambiciosa que Obama) la protección social de Estados Unidos en 1993, y fueron derrotados, siendo no sólo blancos, sino centristas y oriundos de un Estado sureño. He allí la prueba, se dirá, que ni siquiera un blanco "derechizado" puede lograr mucho.

Pero conviene ubicar el tema en su contexto histórico. Los únicos presidentes demócratas desde 1964 en Estados Unidos -hace ya casi medio siglo- han sido sureños centristas, que realizaron transformaciones progresistas importantes, pero justamente por blindarse a su derecha. Lyndon Johnson, de Texas, a pesar de su debacle en Vietnam, consumó las reformas sociales más importantes de Estados Unidos desde Roosevelt; Jimmy Carter, de Georgia, promovió la política exterior norteamericana más avanzada de la historia moderna, centrada en los derechos humanos; y Bill Clinton, a pesar de sus taras personales, logró el crecimiento económico y el prestigio internacional más destacado de su país desde John Kennedy. La clave: provenían del sur, no espantaban, al principio, a la derecha, y supieron "recentrarse" el tiempo necesario para sacar adelante reformas fundamentales.

Obama no es del sur, no es blanco, y es mucho más progresista y preparado ideológicamente que Johnson, Carter o Clinton. Pero esto, que le favorece enormemente como orador y pensador, puede resultar contraproducente en materia electoral y política.

Si insiste en ser un primer mandatario progresista en lo interno -con una ambiciosa reforma de salud, migratoria, ambiental, laboral, etc.- puede lograrlo, pero sólo contra una verdadera insurrección de base de la derecha republicana, racista y conservadora, que cada día con mayor vehemencia esgrimirá argumentos -o insultos- racistas. Y ello pondrá en riesgo no sólo su propia reelección en 2012, sino la de cualquier afro-americano durante años.

A la inversa, si trata de presentarse como un presidente de centro -quizás utilizando para ello la política exterior, tradicional refugio conservador de presidentes progresistas en lo interno: Truman, Johnson y Kennedy, por ejemplo- podrá lograr que amaine la tormenta racista.

Podrá demostrar que un presidente afro-americano no es necesariamente un "radical", pero decepcionará -algunos dirán traicionará- a su base progresista. Estados Unidos, con su infinita capacidad de reinventarse y experimentar, goza hoy del lujo de plantearse este tipo de dilemas.

Obama, sin duda el mandatario más ilustrado y pensante que ha gobernado su país en décadas, padece el dilema del anverso de la medalla. Tiene que optar entre ser negro y ser progresista; por ahora, claramente ha escogido el segundo camino; apuesto que muy pronto lo descartará a favor del primero.

Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.

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