El Estatuto ante el Tribunal Constitucional
Quisiera defender con llaneza -que toda afectación es mala- la legitimidad del tribunal para controlar la constitucionalidad del Estatuto de Cataluña utilizando argumentos de derecho positivo, pues no en vano vivimos en un Estado de derecho en el que necesariamente las normas, sea cual sea su rango, han de cumplirse; pero utilizando también argumentos, digamos, de alcance general o teórico, deducidos del modelo constitucional del Estado autonómico.
Desde la primera perspectiva ocurre simplemente que al tribunal le corresponde asegurar la normatividad constitucional, en concreto la supremacía de la Norma Fundamental. De manera que el artículo 27 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional encarga a éste el control de aquellos estatutos cuya inconstitucionalidad debidamente se alegue por quienes son competentes para ello. El mismo tribunal, recientemente, en la sentencia sobre el Estatuto de Valencia de 2007, ha recordado su competencia para apreciar "como intérprete supremo de la Constitución si los estatutos de autonomía han incurrido en algún vicio de inconstitucionalidad". Nada empece, por tanto, a que una extralimitación estatutaria, como cualquiera otra en que pudiese incurrir una norma infraconstitucional, sea impedida por el tribunal si la norma en cuestión a través de una adecuada interpretación no puede atraerse al sistema constitucional. Para eso justamente existe la justicia constitucional.
El TC puede y debe controlar el Estatuto, pero extremando la reflexión porque no es una ley cualquiera
Cuestionar la justicia constitucional no fortalece el sistema democrático
Cierto que la norma objeto de control es muy importante, pues el estatuto lleva a cabo la configuración política de la comunidad, tiene, si se quiere ver así, pretensiones cuasiconstitucionales, e integra el rasero de constitucionalidad para la comunidad autónoma y el Estado. De manera que los estatutos no son unas leyes cualesquiera, aunque se aprueben como leyes orgánicas. Esta trascendencia material habrá de llevar al tribunal a ser especialmente cuidadoso o delicado, estudiando el tema con calma (aunque quizás no tanta como la que se está tomando para examinar los recursos contra el Estatuto catalán) pero extremando su reflexión y prudencia.
Con todo, no es el contenido del estatuto la característica que puede plantear dudas sobre la pertinencia del control de su reforma, sino el hecho de que el estatuto es una norma paccionada, como se ve si se considera la intervención de la comunidad en su elaboración. Las reformas estatutarias en concreto, como se sabe, deben su iniciativa al Parlamento de la comunidad autónoma, que puede retirar el proyecto durante su tramitación en las Cortes y cuyo cuerpo electoral confirma el texto votado como ley orgánica a través de un referéndum. El estatuto no es una norma que exprese poder constituyente propio pero no hay reforma estatutaria sin la voluntad o contra la voluntad de la comunidad autónoma.
Desde un punto de vista jurídico, ¿por qué puede el Tribunal Constitucional controlar el estatuto? Primero, porque la intervención del cuerpo electoral aprobando el estatuto es una especificidad procedimental, que de por sí no tiene diríamos que consecuencias trascendentales o cualitativas que hagan diferente ese control del de otras posibles normas. Por ejemplo, una ley orgánica se elabora conforme a un procedimiento diferente de una ley ordinaria, exigiéndose para su aprobación un quórum más
alto, la mayoría absoluta, pero la ley orgánica sigue siendo una ley y comparte con la ordinaria el mismo rango y valor. También difieren desde el punto de vista procedimental la reforma ordinaria del artículo 167 de la Constitución y la extraordinaria del 168, sin ir más lejos en punto a la mayoría exigida para su aprobación; pero en ambos casos nos encontramos ante normas que comparten la misma naturaleza y rango.
En segundo lugar, la intervención del cuerpo electoral en la elaboración de una norma no impide su control jurisdiccional por el TC. Por ejemplo, puede recurrirse perfectamente una ley que obedezca en su origen a una iniciativa popular, o que se haya aprobado en cumplimiento de una decisión tomada en referéndum, y cabe a mi juicio siempre un control formal de las reformas constitucionales del 168 CE, e incluso en este tipo de reformas constitucionales un control material, si la misma pudiese ser calificada, siguiendo la terminología de mi admirado amigo Javier Pérez Royo, como anticonstitucional: es decir, una reforma que suponga la ruptura o quiebra del orden constitucional y no sólo su profunda o generalizada modificación, casos a los que se refiere el artículo 168 de la Constitución.
En tercer lugar la alegación de contradicción entre lo aprobado por el cuerpo electoral y la voluntad constituyente que el TC está para preservar e imponer universalmente, no alude a un choque de soberanías, la de comunidad autónoma y la de la nación. Este choque sencillamente es imposible, pues la intervención del cuerpo electoral no supone ejercicio de soberanía que ni la comunidad ni, por tanto, su cuerpo electoral tienen. No hay, entonces, choque de soberanías ni se puede decir que el referéndum sana el abuso o la incorrección constitucional, de modo que se libre de su inconstitucionalidad a un referéndum contrario al ordenamiento.
Pero, como decía, la pertinencia del control puede explicarse también desde una perspectiva más amplia que la que ofrece la atención a los aspectos jurídicos, de derecho positivo, de la cuestión. Creo que hay otras razones pertinentes desde un punto de vista llamémosle institucional o que sintonizan con las bases teóricas del Estado autonómico. Ocurre, primeramente, que el control del tribunal da un sentido aceptable a la intervención en la reforma estatutaria de las de las Cortes Generales, limitadas a verificar un control institucional grosero o básico de la constitucionalidad del proyecto de reforma y a asegurar su congruencia con las exigencias de homogeneidad del sistema, que el aval de las Cortes garantiza. De modo que la eventual intervención del tribunal facilita la actuación de las Cortes en el proceso estatutario, sabiendo que la adecuación constitucional del estatuto reformado queda garantizada a través, en su caso, de un control específico y técnico. La eliminación de este control alteraría en consecuencia el margen de actuación de las Cortes, obligadas a verificar entonces una intervención más exhaustiva y completa, contraria a la preparación y posición constitucional de un órgano legislativo.
En segundo lugar, en esta línea político-institucional, hay otro argumento que legitima, desde la propia lógica de nuestro sistema autonómico, la intervención del tribunal. Se trata de lo siguiente. El sistema autonómico es antes que nada una forma política moderada y equilibrada de soberanías, o poderes si se prefiere, compartidos. Ello se muestra en la reforma estatutaria de modo manifiesto. Así, la iniciativa, la facultad de retirada del proyecto a lo largo de su tramitación en las Cortes, y especialmente la decisión del cuerpo electoral sobre la Ley Orgánica de Reforma del Estatuto expresan el peso territorial frente al del Estado. El relieve del Estado se manifiesta en la facultad de las Cortes de corregir el texto de reforma que proviene de los Parlamentos autónomos, y que lo aprueban si ésa es su voluntad como Ley Orgánica. Podríamos decir que el recurso ante el Tribunal asegura que en casos graves la inclinación territorial del proceso se compense con una rectificación reequilibradora del sistema. Se trataría entonces, más que de una intervención extra ordinem, o exorbitante, de una posibilidad de actuación institucional compensadora: de restauración del equilibrio del orden autonómico.
De manera que, creemos, no hay razones para temer la intervención del tribunal, explicable desde argumentos de derecho positivo y de lógica institucional. No caracteriza a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional su nulo relieve político, sino al contrario su importancia para el mantenimiento del orden que hace posible el juego concurrencial de todos. Del tribunal se espera un fallo responsable y serio. La comunidad lo aceptará, pues una justicia constitucional cuestionada, lo sabe bien, no fortalece precisamente el sistema democrático en el que felizmente estamos todos.
Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional de la UAM.
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