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Columna
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Sin perdón

Madrid se desenvuelve entre lo cutre y lo sublime. Con el añadido de una locución adverbial, "sin cesar", esta frase de Bonet Correa, director de la Real Academia de San Fernando, podría estamparse en las camisetas. Yo amo Madrid. La amo tierna y apasionadamente. A veces me ha resultado sencillo. Otras, muy difícil, pero eso no importa. La facilidad no tiene nada que ver con el amor verdadero. Quien lo probó, lo sabe.

Desde el amor, crítico pero incondicional, por esta ciudad mía que nunca ha sabido amarse a sí misma, he contemplado en silencio, y con profundo estupor, el pertinaz delirio olímpico de Gallardón. Desde la convicción de que una Olimpiada no tiene nada que ver con el espíritu torturado, caótico y bronco, veloz y acelerado, de una ciudad nocturna que sólo sabe dar lo mejor de sí misma cuando nadie da un céntimo por ella -atención, porque la próxima explosión es inminente-, he paseado mi atónita indiferencia entre la indiferencia atónita de mis vecinos. Madrid siempre ha sido más poderosa por sus carencias, del título mismo de ciudad en adelante, que por sus posesiones. Pero aunque celebro que tampoco vayamos a tener Olimpiada, no he salido indemne de esa batalla.

Lo que más daño me ha hecho no ha sido el despilfarro, no son las obras públicas, ni los impuestos arbitrarios que padecemos como una cadena perpetua. Hemos venido a ganar, escuché aquella mañana, y temí que fuera cierto. El COI no me inspira más confianza que el PP valenciano, y los alegatos a favor de los méritos de Río, la misma que un cuento de hadas. Pero una ciudad es más que sus calles, más que sus casas y la gente que vive en ellas. Una ciudad es un ser vivo, sensible, único, y el bochornoso derroche de triunfalismo al que Gallardón nos obligó a asistir en Copenhague, la antítesis de la personalidad de Madrid. Eso es lo que no tiene perdón.

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