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Columna
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Pasados de roscos

El viernes último me encontraba ante el ordenador, sin perro ni gato que me ronronearan, ni familiares, ausentes por una temporada. Tenía encendida la tele y una radio portátil, pues soy capaz de aislarme de todos esos ruidos, generalmente para no pensar en nada, actividad mucho más difícil de lo que cabe imaginar. En esto, una algarabía homogénea me indica que la noticia acababa de producirse como se esperaba. Brasil era la sede de los próximos Juegos Olímpicos,

Siento decir que exhalé un suspiro de satisfacción. Era lo previsible, si se prestaba algo de atención a quienes conocen el cotarro y saben, más o menos, cuáles son las conveniencias de los organizadores para que el invento conmueva al globo terráqueo cada cuatro años. Como un concurso internacional de misses o la elección de la tonada veraniega o el Príncipe de Asturias. Hay que tomar en cuenta el porcentaje moderado de tongo y de contabilidad para estas decisiones que mueven cantidades prodigiosas de dinero.

Apenas 100.000 personas de los cuatro millones de madrileños habrían visto en vivo los Juegos

Ya no resido habitualmente en Madrid, o sea que mi satisfacción porque haya sido otra la ciudad escogida para el evento carecía de reacciones personales. De coincidir, habría hecho lo que hacen muchos valencianos en Fallas, sevillanos durante la Feria o pamplonicas por San Fermín: largarme a un hotel lejano y poco frecuentado.

De todas las festividades populares, a lo largo de mi dilatada vida sólo recuerdo haber ido con asiduidad a la Feria de Sevilla, pero entonces estaba casi dominado por el alcohol y el irresistible vino fino de Jerez, la manzanilla de Sanlúcar o el embocado con el que hay que tapizar todo estómago que quiera ser bien tratado. Cuando el Real estaba cerca del hotel Alfonso, llegaba a horas tardías encontrando la habitación por puro instinto de orientación. Apenas veía alguna corrida para iniciar el periplo nocturno entre las casetas de amigos, que entonces los tenía, muchos y generosos. Excepto de virtud, me emborrachaba de vino, tacos de jamón y la poesía del cante flamenco.

En otra ocasión, como invitado semioficial, experimenté las fallas valencianas, para comprender cómo debieron sentirse los japoneses de Hiroshima aquella mañana. Es connatural. Amo la fiesta de los toros, me encanta su misterio, el lenguaje propio, los ritos inviolables, la omnipresencia del número tres, el arte del matador y su destreza. Sufro con una mala tarde, un cornúpeta inepto para la lidia y una espada torpe. Si puedo, no me pierdo una buena transmisión taurina porque, solicitando comprensión ante mis perversidades, lo único que menos me gusta de la fiesta es el ambiente, el jaleo, el sudor humano, el runrún, la bocanada del tío que se fuma dos puros a mi lado, las huesudas rodillas del alto aficionado que suele tocarme detrás.

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Lo mismo sucede con otra de mis seniles pasiones: el tenis. Lo disfruto, lo paladeo en la pequeña pantalla, a veces lo he grabado y me ahorro esa generalizada descortesía de aplaudir los errores de un jugador. No padezco agorafobia ni me producen algo más que molestia las muchedumbres apiñadas, pero prefiero presenciar, sin sonido o con el comentario a veces preciso y esclarecedor de algún locutor a quien pueda cortarle el resuello dándole a una tecla.

¡De buena me he librado y quienes piensen o sientan como yo y vivan en Madrid! De sus cuatro millones, apenas 100.000 personas, contando participantes, familiares y paniaguados, habrían visto en vivo los Juegos. Reconozco que, al amparo de la posible designación, se han hecho mejoras impresionantes en la Villa, que los ciudadanos soportarán de peor humor. Cuando se terminen, nos quedará una ciudad alegre, limpia, más verde aún y más habitable.

Durante unos momentos pensé en los organizadores decepcionados, maltrechos en sus ilusiones y trabajos que, ante la decisión de que los roscos olímpicos se hayan ido al carajo, tirarán con ira la pala y el azadón al suelo y se marcharán a llevar vida contemplativa en el desierto. Hasta que caí que eso no se hace y que, además, en los desiertos lo que priva es hacer pruebas de misiles de medio y largo alcance, siembra de minas y otros entretenimientos, muchos menos aconsejables que todas las corridas, fallas, encierros, caravanas del Rocío y rapa das bestas juntos. No hay que hacerse mala sangre. Imitando al poeta digamos que la vida es juego y los Juegos, Juegos son, ahora, dentro de cuatro, ocho o 16 años. Mantengan el ánimo y, sobre todo, no olviden tapar todos los agujeros.

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