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EL PARAÍSO

II. Guisbert Op Dyck

El 7 de mayo de 1645, tras una insistente persecución con el método inaudito de hablar detrás de un nativo hasta conseguir agotarlo, Mattinoh, jefe de los indios niochos, sucumbió. Y firmó a favor de lady Moody la venta de la tierra que iba "desde la casa de Antonie Johnson hasta una isla conocida con el nombre de Conyne Island", que era su nombre original. Lady Moody pagó a cambio dos pistolas y tres libras de pólvora. En total: 15 dólares.

Que equivaldría a muchísimo más dinero casi cuatro siglos más tarde y que, sin embargo, no nos parece suficiente para pagar el paraíso.

Pero eso costó.

Y luego, los siguientes trescientos años que siguieron a aquel 7 de mayo de 1645, aunque pasaron despacio, fueron muy parecidos.

Tanto, que este lugar nos ha parecido siempre un lugar inventado.

Porque Coney Island, antes, era una sola granja: un único lugar cultivable rodeado de dunas y matojos invadidos por animales salvajes cuando se hacía de noche y que de día usaban los habitantes de Brooklyn para que sus animales domesticados pastaran. Una isla en una isla. Una granja dentro de una barca flotando en las costas de lo que cuatrocientos años después sería una de las zonas más sobrepobladas del planeta: Nueva York.

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Después, un holandés le robó a otro holandés aquella isla en una isla y donde antes había una granja que flotaba en medio de la playa, hubo un parque de atracciones impensable.

Absolutamente único.

Pero eso sería después.

Porque antes de aquel monumento a la diversión colectiva y la imaginación, el señor Guisbert Op Dyck ofreció vender su granja de 88 acres llamada Coney Island a la ciudad de Gravesend que habían fundado lady Deborah Moody y sus seguidoras anabaptistas tras huir de Inglaterra por estar en contra del bautizo a los recién nacidos, ser expulsadas de Massachusetts y crear una comunidad basada en la libertad religiosa en una tierra que ganaron a los indios con el método infalible de hablar hasta agotarlos.

Sucumbir.

Fue entonces cuando el señor Guisbert Op Dyck quiso vender su granja, único espacio cultivable, a la ciudad de Gravesend. Pero la ciudad se negó alegando que la granja ya era suya, puesto que sus habitantes la usaban como zona de recreo los días de asueto y sus animales como lugar de pasto desde que salía el sol y hasta que anochecía. "Es más", añadieron las autoridades de Gravesend, "de hecho ésta es una comunidad libre y nosotros somos los propietarios de todo el terreno de la isla que les pueda servir a los habitantes y a sus animales. De modo que el granjero holandés Guisbert Op Dyck no tiene nada que hacer en contra de eso". Así que el señor Guisbert Op Dyck perdió el juicio civil con el que trataba de vender su granja isla a una ciudad inventada por una mujer que quiso ser libre. Y eso que hoy, a nosotros, nos parece imposible que aquellos juicios con martillos de madera pintados de azul con franjas rojas, sillas gigantes y aguaciles vestidos de conductor de tranvía, pudieran perjudicar a alguien.

Pero así fue.

Y finalmente, cuando ya estaba a punto de perderlo todo, Guisbert Op Dyck le malvendió su granja a Derick DeWolf: un hombre de negocios holandés que nunca levantaba la voz y que tenía la inquebrantable virtud de mantener en todo momento la paciencia. El holandés había intuido la desesperación del señor Guisbert Op Dyck y el cansancio de las autoridades de Gravesend y supo aprovechar aquella oportunidad para comprar la única granja de aquella isla inaudita y convertirla en la primera industria del lugar: una salina.

Sal DeWolf.

Porque en la sal no pastaban los animales, no bostezaban los humanos sus días de asueto y no tenía nada que ver con el sitio mítico en el que el jefe indio Mattinoh había fumado la pipa de la paz con la incansable lady Moody algunos años atrás. Cuando las anabaptistas llegaron por primera vez a los Estados Unidos y fundaron una comunidad libre en las costas de lo que mucho tiempo después sería conocido con el nombre de Estado de Nueva York.

Porque luego el tiempo siguió pasando igual de despacio y en 1664 los ingleses lo conquistaron todo y cambiaron el nombre de Nueva Netherland por el de Nueva York, que ya quedó para siempre y se ha mantenido así durante más de trescientos cincuenta años.

Para ese entonces las anabaptistas y lady Deborah Moody ya habían muerto y la propiedad de la tierra, a pesar de los ingleses y de los granjeros y los hombres de negocios que no levantaban la voz, la heredaron los habitantes de la ciudad que había fundado aquella intrépida anabaptista: una de las siete mujeres que habían fundado una comunidad en América. Sólo siete. Y así fue como hombres con nombre de personajes de novela antigua se hicieron propietarios de un lugar que se acabaría convirtiendo en el paraíso: Thomas Delavall, Jammes Hubbard, John Tilton, William Bound Sr. y William Goulding.

Porque en 1677, tres años después de la llegada de los ingleses, Coney Island fue declarada tierra comunal y propiedad de la ciudad de Gravesend. Y la vieja granja que primero había sido la casa del señor Guisbert Op Dyck y luego las oficinas de Sal DeWolf, era ahora un jardín para que los habitantes de la ciudad pasearan en verano y sus animales pastaran en invierno.

Y así continuaron siendo las cosas durante más de veinte años.

Hasta que llegó 1700. Porque aquel fue un año en el que la gente estaba contenta de haber sobrevivido a un cambio de siglo y algunos de los habitantes de Gravesend construyeron en la arena de la playa casitas de pescadores para guardar sus enseres y resguardarse del mal tiempo y de los imprevistos.

Ahora que pensaban que eran capaces de vivir mucho tiempo, querían celebrarlo y mantenerse a salvo, era una buena manera de conmemorar la vida.

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