A la altura del realismo
El libro apareció en inglés el año pasado y contiene una defensa límpida y directa, frente a enterradores precipitados, del realismo como matriz eficiente de la mejor ficción contemporánea, y todavía la más capaz de capturar la verdad de nuestra condición a través de los personajes y su vida novelesca. La significación adicional es que James Wood, nacido en Durham en 1965, es desde hace un par de años crítico literario en The New Yorker, ha sido antes crítico relevante en The Guardian y fue profesor de Literatura en Boston (en colaboración con Saul Bellow) y hoy lo es de Crítica Literaria en Harvard. Este mismo verano la web de Letras Libres ha reproducido una sensatísima entrevista con él a propósito de los prejuicios y las cobardías en que a menudo nos movemos sin advertirlo. Tanto en la entrevista como en el libro, Wood es raso y preciso, sin martingalas típicamente franco-hispanas, muy británico incluso en el humor, que también gasta sin ruido. Sus argumentos se entienden a la primera, y se acepta casi sin rechistar incluso la rudeza un poco perpleja con que defiende lo que entiende como evidencias palmarias pero hoy bobamente despreciadas por antiguas o viejas.
Los mecanismos de la ficción. Cómo se construye una novela
Los mecanismos de la ficción.
Cómo se construye una novela
James Wood
Traducción de Ana Herrera
Gredos. Madrid, 2009
200 páginas. 23 euros
El título escogido, Los mecanismos de la ficción, traiciona la intención del libro porque lo solemniza, cuando lo que se propone es contar Cómo funciona la novela, que es su título inglés. La primera piedra se reserva para las últimas páginas del libro porque tiene que ver con la plena vigencia de la estética del realismo para la literatura del siglo XXI como mecanismo de fabricación de una verdad moral que es el fundamento de la gran literatura como experiencia del mundo. Es un libro contra la corriente hegemónica -posmoderna- que da por muy pasado de moda el realismo como matriz de la novela de los últimos 150 años, aunque los mismos posmodernos lo usen aunque lo usen algo agitados (a eso lo llama realismo histérico, y se lo endosa a Don DeLillo o Thomas Pynchon). Lo que propone restituye el honor al viejo realismo (suponiendo que lo tuviese perdido entre los lectores y escritores más jóvenes o más desatentos): aspira a seguir aprendiendo en Flaubert, Tolstói, James o Proust porque no sólo no son una intolerable forma de anacronismo o, peor aun, de conservadurismo off sino que sus lecciones no han perdido nada de lo que las hizo magistrales. Se lo han reprochado en Estados Unidos más de una vez, pero su réplica es elemental: narrar la experiencia del mundo con la complejidad y los matices (con la verdad, que él mismo entrecomilla prudentemente) de esos y otros autores realistas nunca podrá ser una forma de reaccionarismo sino un cauce solvente, poderoso, fecundo y algo devaluado en los últimos años. El estilo indirecto libre no está agotado, pero es de manejo muy difícil; los personajes complejos siguen siendo un eje crucial de la novela, pero cuestan mucha dedicación; los detalles deben crujir donde sea necesario, pero escoger y preparar ese efecto requiere también paciencia y talento; la sutileza es un efecto y no una casualidad simpática de narrador locuaz o espontáneo.
El despliegue argumental del libro es lo menos académico imaginable y lo más ameno y exacto, preciso y razonado. No rechaza la intromisión confidencial ni el detalle autobiográfico brevísimo, ni le ruboriza tampoco regresar a cosas muy sencillas, pero muy bien dichas y seguramente necesarias: la literatura enseña a leer la realidad y ese aprendizaje enseña a leer mejor la misma literatura. Contra la beata e interesada apología del lector juvenil (aunque adulto) y la simpleza sentimental, basta con explicar tranquilamente que "los veinteañeros son relativamente vírgenes. No han leído la suficiente literatura para que ésta les haya enseñado cómo leerla". Por eso el libro quiere contar cómo funciona la ficción y adopta una disposición fragmentaria que ayuda a la ejemplificación y al análisis de detalle revelador para que cada cual entienda por qué la emoción o la verdad habitan mejor en este Chéjov o aquella secuencia de Stendhal, en un pedazo de Conrad, otro de Henry James u otro de Philip Roth, una novela de Virginia Woolf, esa otra de Saul Bellow, de José Saramago o de Roberto Bolaño (del que prefiere, por cierto, Estrella distante antes que Los detectives salvajes) o por qué Flaubert es el padre integral de casi todos los inventos desplegados en la ficción moderna hasta hoy (y después de Cervantes).
El libro está lleno de observaciones sagaces de buen lector en el ejercicio de su gusto y su libertad, como por ejemplo la obsesión estilística de Nabokov juzgada como "propaganda a favor de la buena observación, y por tanto de sí mismo", pero al mismo tiempo explica muy gráficamente la vulgaridad del estilo que llama de "realismo comercial", hecho de amontonamiento corriente y capaz de hacer pasar por real el escenario o el ambiente, pero sin exigir de sí mismo nada más que eso: "Convenciones muertas" porque proceden de las lecciones del realismo, pero sólo han tomado lo malo, lo fácil o el relleno. ¿Grandes novedades? Por supuesto que hay muy pocas novedades, pero la primera es quizá la contundente y llana defensa de esa literatura como vehículo de una verdad inaccesible por otras vías y capaz de una riqueza de matices que está muy lejos de agotarse ni nada semejante. El realismo no es la imitación de la realidad sino una representación de la experiencia de la realidad, y por tanto asume dosis de artificio semejantes a las de la vida misma. Y si la realidad ficticia a menudo acude a efectos (o efectismos) es porque el efecto no resta veracidad a la narración, como los sentimientos forman parte de ella o los detalles expuestos con la inteligencia selectiva de un narrador a menudo alumbran una verdad: "Aportar el mejor relato posible de la complejidad de nuestro tejido moral".
Por supuesto, no está escrito (repito, no está escrito) para profesores (aunque el que caiga leerá también las notas con fruición), sino para lectores reflexivos de cualquier cosa, en particular las novelas viejas y nuevas. Y en ese ejercicio el libro es modélicamente franciscano de sencillez, de claridad, de ausencia de engolamientos y quisicosas de gremio. Simplemente, no hay, porque no le importan, y porque quizá el libro arranca de sus propios apuntes de clase para explicar el modo en el que un escritor caracteriza a un personaje, escoge un punto de vista o patina en una página (y saber explicarlo con un texto de John Updike o de David Foster Wallace). Pero sobre todo para explicar que la estética del realismo sigue alimentando un puñado de verdades todavía insustituibles. -
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